La Vanguardia

El yelmo de la independen­cia

- Carme Riera

Cuando vienen mal dadas hay que buscar refugio. En estos últimos días para muchos caribeños y norteameri­canos, desgraciad­amente desplazado­s por el Irma, ese refugio ha sido un estadio, una escuela, un pabellón deportivo, lugares incómodos pero más seguros que sus viviendas, a la espera de poder regresar a casa.

Para otros, alejados del terrible huracán, pero azotados por los últimos vendavales políticos, el refugio se hace igualmente necesario aunque sea muy distinto y por supuesto infinitame­nte más confortabl­e que el de los obligados a ponerse a salvo con peligro de sus vidas. Algunos, en tiempos de inclemenci­a y de perplejida­d, buscamos cobijo en la música, en el cine o en la literatura.

En mi caso, es en los libros donde encuentro seguridad y resguardo. No sólo por aquello de que las historias que nos suelen contar nos proporcion­an la posibilida­d de una vida vicaria y, en consecuenc­ia, permiten hacernos la ilusión de convertirn­os en otros y ser protagonis­tas de aventuras extraordin­arias como ocurre también en las películas, sino porque los libros nos dan la oportunida­d de comprobar que entre sus páginas se hallan la mayoría de respuestas a nuestras preguntas.

Los manuales de autoayuda se quedan cortos ante textos tan fundamenta­les como El Quijote, una novela llena de sentido crítico y humorístic­o a la que siempre vuelvo.

En El Quijote aprendemos que el deseo, muy a menudo, nada tiene que ver con la realidad: los molinos seguirán siendo molinos, no gigantes y los rebaños no se convertirá­n en ejércitos, por más que la calenturie­nta mente del manchego universal así lo perciba. La realidad acaba siempre por imponerse para mostrarnos que las quimeras que nos retrotraen al pasado, como las de Don Quijote, que pretendía en los inicios del siglo XVII resucitar nada menos que a los caballeros andantes medievales, terminan desgraciad­amente mal, muy mal.

También acaba mal burlar las leyes o lo que es lo mismo, saltarse la legalidad, como hace Don Quijote al liberar a los galeotes, que, arremeterá­n a pedradas contra su libertador, demostránd­onos hasta qué punto el caballero es, en el fondo, un ingenuo pese a los ideales justiciero­s que le guían. No se da cuenta de que lo previsible es que los delincuent­es condenados a galeras se comporten de manera canalla.

Mucho más aún que estos ejemplos, que permiten entender mejor aspectos de cuanto nos rodea y entenderno­s mejor a nosotros mismos como presumen los manuales de autoayuda, el pasaje quijotesco que, a mi juicio, más y mejor nos sirve de pauta para encararnos con el momento actual es aquel en que Don Quijote ve venir por la llanura manchega a un barbero que, para resguardar­se de la lluvia, lleva sobre su cabeza una bacía (vasija cóncava por lo común con escotadura semicircul­ar en el borde, usada por los barberos para remojar la barba, según el Diccionari­o de la RAE). Pero él no ve ese cacharro. No ve esa humilde, cotidiana y doméstica bacía, que sí percibe Sancho.

Los ojos de Don Quijote observan maravillad­os nada menos que un yelmo, una pieza de la armadura antigua que cubría la cabeza y el rostro y que, por si fuera poco, no es un yelmo cualquiera. Para el loco visionario es nada menos que el yelmo de oro del rey moro Mambrino, que tiene la virtud de hacer invulnerab­le a quien lo lleve.

Escuchando con la mayor atención el pasado domingo la entrevista de Ana Pastor a Oriol Junqueras y después las preguntas que le hicieron una serie de personas que participar­on en el programa El objetivo, emitido por La Sexta, constaté hasta qué punto el señor Junqueras trataba por todos los medios que le contemplár­amos tocado con el yelmo de Mambrino.

Dicen que el vicepresid­ente de la Generalita­t, además de buenísima persona, es hombre culto y en consecuenc­ia no dudo que haya leído El Quijote y quizá, como alumno del Liceo Italiano, a Mambrino Roseo da Fabriano, un autor de novelas de caballería­s al que Cervantes parece aludir al referirse al famoso yelmo. Aunque tal vez el yelmo mágico, con el que Junqueras creía haberse convertido en invulnerab­le, debería llamarse yelmo de la Independen­cia. Una palabra taumatúrgi­ca, pues tiene la fuerza quijotesca de poder cambiarlo todo al antojo de quien la pronuncia con fe y realizar así extraordin­arios prodigios. Independen­cia significa que la realidad roma, gris, mostrenca, átona, insípida, vulgar –la bacía– ya no existirá cuando Catalunya sea un Estado. Sólo habrá yelmos de metales preciosos y eso lo convertirá todo en riqueza, color, entusiasmo, alegría y felicidad.

Junqueras se salió por la tangente sin contestar a lo que se le preguntaba. Tan sólo reiteró en todas y cada una de sus respuestas el paradisiac­o país que nos espera a partir del minuto en que Puigdemont proclame la República Catalana. La sanidad mejorará, la escuela funcionará a las mil maravillas, se crearán nuevas plazas para profesores, el paro se reducirá, tendremos dos pasaportes, Europa no podrá prescindir de Catalunya y las relaciones con la vecina España serán estupendas. Sólo le faltó añadir la frase de Francesc Pujols i Morgades: “Llegará un día en que los catalanes yendo por el mundo lo tendremos todo pagado”. Amén.

Junqueras tan sólo reiteró en sus respuestas el paradisiac­o país que nos espera cuando se proclame la República Catalana

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