Macromanía
El estío, las tres semanas que pasé en Espot (Pallars Sobirà), me había mantenido alejado del presidente Macron: la prensa francesa no llegaba a Espot, y los telediarios, tanto el catalán como el español, guardaban silencio sobre el joven presidente que aprovechaba el mes de agosto para pasar unas cortas vacaciones en Marsella. Pero al regresar a Barcelona me he reencontrado con Macron: no hay día que su rostro no aparezca en la portada de los diarios franceses, sobre todo esta semana en que han empezado las manifestaciones callejeras contra su reforma de la ley laboral.
¿Por qué me atrae Macron? No lo sé exactamente, tal vez porque es algo nuevo –en una vieja Francia–, algo insospechado, desconcertante, como Trump en Estados Unidos o el Brexit en Inglaterra. Me atrae el personaje más que el político; su manera de pensar y de actuar. Me atraen, huelga decirlo, sus treinta y nueve años y la manera como ha logrado hacerse con el poder, con la presidencia de la República. Hay quienes lo comparan con De Gaulle, a mi entender caprichosamente: De Gaulle tenía una historia, un pasado. Y él se compara nada menos que con el dios Júpiter, no menos caprichosamente. Más que con Júpiter yo lo compararía con el dios Jano, el de las dos caras. El propio Macron gusta de considerarse un hombre ni de izquierdas ni de derechas, lo que me recuerda aquella frase que Marguerite Duras le dijo un día al joven Enrique VilaMatas: “Los borrachos no son de izquierdas ni de derechas, ocupados como están en seguir un hilo imaginario, intentando no caer a uno u otro lado”. Hay algo de borracho en Macron, de borracho metafísico.
Su llegada a la presidencia y su primer encuentro con Trump, Putin y la señora Merkel fueron calificados por la prensa con un notable. Luego, a medida que anunciaba sus reformas –más que de reformista yo lo tildaría de “revolucionario”, entre comillas– su popularidad fue cayendo y actualmente se encuentra por debajo de la que gozaban Sarkozy y Hollande en los comienzos de sus respectivos mandatos. Pero no creo que eso le afecte demasiado. Al menos, esa es la impresión que he sacado después de leer el libro de Philippe Besson en el que narra, día a día, la campaña del candidato Emmanuel Macron a la presidencia de la República francesa.
A diferencia del libro que en el 2007 escribió Yasmina Reza sobre la campaña presidencial de Nicolas Sarkozy, en el que guarda una cierta distancia con el futuro presidente, el libro de Besson se parece más al que escribió Pilar Rahola sobre el president Mas, hasta tal punto que su autor acaba por asumir furiosamente la causa macroniana y viene a dar la razón a Jacques Julliard cuando el editorialista de Marianne dice que el periodista que se presenta como polemista y acaba trabajando para el Elíseo, haciendo publicidad del Elíseo, desconsidera de golpe el periodismo, la polémica y el Elíseo (si cambiamos el término “periodista” por “novelista”, tal es el caso del apasionado Philippe Besson).
Que Besson confraternice, asuma hasta la ridiculez cuanto piensa, dice y hace el joven Macron me importa un carajo, lo que me interesa del libro es lo que piensa, dice y hace Macron y que Besson narra y transcribe con una rigurosidad aplastante. Como cuando Macron, el mismo día que anunció su candidatura a la presidencia, fue a visitar, en solitario, la cripta de los reyes de Francia en la basílica de Saint-Denis. “¿Qué ha venido a hacer? –se pregunta Besson– ¿A inscribirse en la historia? ¿A buscar una unción? ¿A inventarse un destino?”. La escena me recuerda la visita en solitario de Mitterrand al Panteón. O cuando, evocando los desplazamientos de su esposo y burlándose de su famosa dimension christique, Brigitte suelta una carcajada y confiesa a Besson: “A veces tengo la impresión de estar casada con Ségolène Royal”.
¿Qué opina Macron de los políticos? Besson nos lo cuenta: “En el fondo, esas gentes son unos comerciantes que controlan una parte de la calle. Se creen que tienen una patente”. ¿Y de los editorialistas de los periódicos? “Dicen que no quiero tener tratos, jugar con ellos, y llevan razón. Francamente, los hay que son a la deontología lo que la Madre Teresa a la drogas. Quieren darme lecciones de moral cuando se mueven en el copinage y el coquinage (de pillo, tunante) desde hace años”. De Fillon dice que es un aparatchik, un típico burgués de provincia del siglo XIX. Brigitte dice que su marido jamás sintió la menor simpatía por él. “Entre nosotros –dice Brigitte– le llamamos Luis XI”. De Hollande opina que es un nihilista, que en él no hay una pizca de misterio, de verticalidad, que todo se vale. Cree que hizo bien no volviéndose a presentar. Por él y por el país. Y de Manuel Valls dice que no es un tipo sincero, que “se posiciona para después de las elecciones y no vería con malos ojos que yo las perdiera”.
Confieso que me distrae leer lo que hace, lo que piensa, lo que dice el joven Macron mientras aquí nos preparamos para esas patacades de las que habla Jaume Cabré. A veces me entretengo cambiando los nombres: el de Macron por el de Fulano y el de Valls por el de Mengano. La política es igual en todas partes, solo que aquí, mientras no descubran el verdadero nombre de Fulano y de Mengano, aún me queda la posibilidad de que estos no me tachen de journaliste ringard (carroza, hortera), como hace Macron con mis colegas franceses que no le siguen el juego.
Me distrae leer lo que piensa el joven Macron mientras aquí nos preparamos para las ‘patacades’ de las que habla Jaume Cabré