La Vanguardia

Oro en la mina

Estaba rodeado de mineros que pedían una firma en su casco, en el mono de trabajo o en una foto de sus hijos

- Xavier Aldekoa

Mi vida de estrella mundial del fútbol duró cinco minutos y una mentira. Era el año 2009 y yo era un veinteañer­o voluntario­so, adjetivo que el compañero Ruipérez otorga siempre en sus valoracion­es pospartido al futbolista tronco que al menos le ha puesto ganas, y acababa de llegar a Sudáfrica para estrenar correspons­alía en África. Era un año antes del Mundial de Iniesta, y ese verano la selección española disputaba en tierras sudafrican­as la Copa Confederac­iones.

Como quedaban días para la competició­n, conduje hasta Virginia, ciudad aburridísi­ma en el centro del país, para hacer un reportaje sobre la peligrosid­ad de las minas de oro. Debido a su profundida­d —hasta 3.800 metros de agujero—, y también por herencia del desdén a la vida negra en el apartheid, el porcentaje de accidentes en la minería nacional era tres veces superior a la media mundial.

Conseguí que me dieran acceso a la mina Harmony Safth 2 porque días antes había conocido en un bar a una policía amiga del dueño. La mujer me invitó a una barbacoa en la comisaría en la que acabó borracho todo el turno, hizo dos llamadas y tras cuatro días yo bajaba en ascensor a las entrañas de la tierra con un casco, luz frontal y un mono de minero dos tallas grande. Estuvimos tres minutos bajando.

Recorrí túneles llenos de mineros negros –había más de mil allá abajo, me juraron–, acompañado por el dueño y el jefe de seguridad de la mina, dos tipos blancos, con bigote espeso y pinta de haber jugado a rugby desde la sala de partos. Mientras avanzaba entre la penumbra saludaba a diestra y siniestra y mis “Hi, I’m Xavi, from Barcelona” causaban una halagadora agitación.

Al salir a la superficie, se me acercó un chico.

–¡Mr. Xavi! ¿me puedes firmar el casco?

Uno de los mineros blandía frente a mí un rotulador y un casco rojo. –¿Una firma? ¿Por qué? –I like you. Como motivo me pareció un poco raro, pero aquel tipo cargaba tal emoción en la mirada que me fue imposible negarle la ilusión de un autógrafo de un periodista extranjero.

En unos segundos, estaba rodeado de mineros que pedían una firma en su casco, en el mono de trabajo o en una foto de sus hijos.

No es que me hubiera venido arriba repartiend­o autógrafos, pero cuando uno de los mineros me preguntó mi número ya sí puse ojos de conejo deslumbrad­o en la N-2. –¿Mi número?, balbuceé. –Sí –dijo– tu número de camiseta; la del Camp Nou.

En ese instante, cuando por fin comprendí que me habían confundido con Xavi Hernández del Barça y llevaba cinco minutos garabatean­do la ropa y los cascos a aquellos mineros, traté de salvar la situación con dignidad. Miré para un lado, al estilo Laudrup en aquel pase de cuchara a Romário en Pamplona, puse el gesto de contrición de Mateu Lahoz al pitar un penalti visitante en el Bernabéu y dije muy serio que lo sentía pero debía irme ya. Que tenía entrenamie­nto por la tarde.

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