La caja de las cotorras
ES frecuente oír a los diplomáticos decir que, si las Naciones Unidas no existiesen, habría que inventarlas. Ciertamente, a menudo, los propios delegados de la ONU se desesperan por la dificultad de tomar acuerdos. El sistema de funcionamiento no es el más operativo, pero se trata de una plataforma de discusión de los problemas con visibilidad planetaria. Y, en un mundo globalizado, disponer de un organismo que puede actuar en los conflictos, que es capaz de intervenir como fuerza de interposición y que tiene la posibilidad de sancionar países cuando transgreden el derecho internacional resulta básico, aunque su funcionamiento sea meridianamente mejorable.
Inocencio Arias, que fue embajador de España en la ONU, resalta en uno de sus libros memorialísticos que sus detractores estadounidenses llaman a su sede de Nueva York “la caja de los parlanchines o de las cotorras”, pues “los onusianos discursean y discursean en las seis lenguas oficiales, mientras una zona del mundo se desangra”. No es de extrañar pues que con frecuencia alguien recuerde al primer ministro Lloyd George cuando dijo que los diplomáticos se inventaron simplemente para perder tiempo.
Esto es un poco lo que hizo ayer Donald Trump en los pasillos del paralelepípedo: quejarse de la burocracia del organismo y del alto coste para los países. Trump no es un modelo de eficiencia, ni de ahorro, como gestor del país más poderoso. Algo parecido había dicho en el cuartel general de la OTAN. Pero la realpolitik se impone y es más importante la complicidad de China que soltar una bravuconada para frenar a Corea del Norte. El presidente sabe que el unilateralismo es una broma en el mundo actual y la ONU, un radar para monitorizar problemas, por más que tenga razón cuando piensa que se habla mucho y se decide poco. Más o menos como hace él mareando la perdiz en Twitter cuando cuenta con el poder omnímodo de la Casa Blanca.