La Vanguardia

Columnismo

- Xavier Aldekoa

Mi primer contacto con el deporte en Sudáfrica me auguró un futuro olímpico limitado. Acababa de llegar a Johannesbu­rgo y a media tarde se me ocurrió salir a trotar a una colina cercana aunque aún tuviera clavada en la espalda la rodilla del pasajero de detrás en el avión. Salí de casa con toda la liturgia: zapatillas de muchos colores, pantalón corto, música de Rocky y camiseta de propaganda de una marca de chocolate. No había dado dos brincos cuando Olga, una vecina oronda de raíces polacas me cerró el paso.

–Te van a matar.

Yo no tenía la sensación de ir tan hortera, pero como tengo la mala costumbre de atender las advertenci­as de mi asesinato próximo, le dije que, si era por la camiseta, tenía otras. Según la mujer, en la montaña se escondían ladrones.

–Te pegan un tiro para quitarte las zapatillas, you

know.

Regresé a mi habitación, colgué las bambas y me apunté a unas pachangas de futbito los miércoles por la tarde. Cada semana, nos juntábamos sudafrican­os, mozambique­ños, egipcios y españoles para darnos patadas en los tobillos y ahogarnos la vida en los 1.800 metros sobre el nivel del mar de Johannesbu­rgo. Después de los partidos, íbamos a un bar, aún sudados, con las medias bajadas y las botas puestas, a ver el final de la jornada de Champions. Una noche, con todo el bar lleno de madridista­s, vi, junto a un amigo catalán, cómo el Lyon eliminaba al Madrid en octavos de la Champions. Él no se pudo contener y, al dar el pésame a dos merengues abatidísim­os, dejó caer un “bua, os ha eliminado el séptimo de la liga francesa”, que me hizo abrir mucho los ojos y recordar a mi vecina Olga: “Te van a matar”. Harto de tanto riesgo de muerte por deporte, decidí entregarme a la seguridad del

running urbano por mi barrio de calles rectas y casas bajas. Una mañana, trotaba tan tranquilo, tan sumido en mi espíritu finisher, que no vi como una señorona paraba el coche y accionaba el mando a distancia para abrir el portón de su casa. En cuanto se abrió una rendija, dos pastores alemanes del tamaño de dos mamuts salieron detrás de mí soltando espumarajo­s por la boca. Al verles venir activé mi alma de Indiana Jones, busqué un árbol al que trepar ágilmente y al final me quedé quieto como una escoba, lanzando gritos a aquellos dos hijos de Satán, con la cara tan roja que no me explotó la cabeza de milagro.

La mujer, que observaba desde el coche, se apiadó de mi estampa, gritó divertida “¡Bobby!, ¡Brownie!¡stop

sweeties!” y cuando los dos canes regresaron al jardín, cerró la puerta tras de sí. De regreso a casa, aún temblando, me eché en el sofá a ver un Sundowns-Pirates en diferido y aquella misma tarde decidí que ser columnista deportivo cuenta como hacer deporte.

Harto de tanto riesgo de muerte por deporte, decidí entregarme a la seguridad del ‘running’ urbano

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