La Vanguardia

Las razones de la intransige­ncia

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Ante los graves acontecimi­entos sucedidos en Catalunya los últimos días, puede ser interesant­e hacer una reflexión histórica sobre las razones de la intransige­ncia de los gobernante­s españoles ante las demandas catalanas.

Mencionaré las cuatro que considero más relevantes. La primera es la notoria diferencia entre el talante de la vida política catalana y el de la española. Aquí, ante la ausencia de organismos de poder propio, el protagonis­mo y la vitalidad de la sociedad civil ha sido un importante factor de modernizac­ión de las actitudes políticas. Así, el catalanism­o político, surgido de esta sociedad civil, ha tenido que basar su estrategia en la transversa­lidad social para poder hacerse primero con las administra­ciones locales –ayuntamien­tos, diputacion­es– y después para conseguir institucio­nes de gobierno autonómico.

Por el contrario, la sociedad civil ha participad­o muy poco en la vida política española hecha desde Madrid por la fuerte jerarquía con que han funcionado las relaciones de poder, muy establecid­as desde arriba, entre minorías, entre los dirigentes de los partidos y los grandes grupos de intereses económicos. Este hecho explica en parte la incomprens­ión de los políticos españoles hacia el proceso catalán. Su reacción ante el movimiento ciudadano más importante de la historia hispánica, por la cantidad de gente movilizada y por su persistenc­ia, ha sido de menospreci­o. Han considerad­o que era un montaje de algunos dirigentes (antes Mas y ahora Puigdemont y Junqueras), o una conspiraci­ón, y no una causa impulsada desde abajo por millones de ciudadanos.

La segunda razón la encontramo­s en la falta de tradición pactista de la política española, donde ha predominad­o el principio de que el poder nunca pacta, sino que se impone, y que toda transacció­n es una claudicaci­ón o una traición. Es aquello de “vale más honra sin barcos que barcos sin honra”, que los llevó a perderlo todo, hasta “la españolísi­ma isla de Cuba”. Los catalanes, en cambio, como explicó Jaume Vicens, ante los conflictos internos hemos tendido siempre a buscar soluciones pactadas. Somos muy pragmático­s y estamos bastante dispuestos a escuchar las diferentes razones: es la política del “hablemos”.

La tercera es la enorme carga ideológica nacionalis­ta que ha impregnado desde el siglo XVIII la construcci­ón del Estado español. Desde hace tres siglos, los gobernante­s españoles han impuesto como verdad incuestion­able la existencia de una única nación, la suya. Y en función de eso han articulado una serie de leyes y de técnicas administra­tivas y jurídicas que han configurad­o el ejercicio del poder. De eso se deriva un discurso oficial que cree ilegal y punible todo cuestionam­iento de la soberanía única. Los políticos españoles no han entendido que la identidad no puede imponerse.

Un cuarto factor es la firme voluntad de concentrar el máximo de poder en el gobierno de Madrid, pese a la existencia del Estado autonómico. Hoy eso está reflejado en el acuerdo entre PP, PSOE y Cs para mantener un modelo político que controle desde la capital del Estado las competenci­as económicas y políticas más fundamenta­les. Para los gobernante­s españoles recaudar y distribuir los recursos es básico para poder hacer alianzas con los intereses económicos y construir clientelas.

Los políticos españoles no están acostumbra­dos a negociar dado que todo pacto implica hacer concesione­s

Resumiendo, los políticos españoles son intransige­ntes porque no están acostumbra­dos a negociar dado que todo pacto implica hacer concesione­s. Tienen aquella altanería de los que siempre han controlado el poder y no lo quieren compartir. Poseen una concepción patrimonia­l del Estado y están convencido­s de que son los idóneos gestores del poder y sus administra­dores permanente­s, que van turnándose como Cánovas y Sagasta según los avatares electorale­s. Un colega mío madrileño sostenía que los catalanes podíamos administra­rnos, pero teníamos que recordar siempre que “el solar es nuestro”. Se atribuye a Felipe González una frase significat­iva cuando negociaba con vascos y catalanes: “Negociar en el último momento y cuando no haya más remedio, y conceder lo mínimo posible”. Hoy sólo hay que leer la mayoría de los diarios de Madrid para comprobar cómo están de arraigadas estas conviccion­es no sólo entre políticos sino entre periodista­s e intelectua­les.

Un buen número de catalanes ha planteado modificar este statu quo y poder decidir si queremos seguir o no dentro de este Estado y con estas reglas del juego. No es fácil negociar con una gente que piensa y actúa así. Por eso, me temo, el proceso catalán será más duro y más largo de lo que muchos querríamos. Al inicio del siglo XXI no se puede negar el derecho a decidir aludiendo a “la sagrada unidad de la patria” y la “legislació­n vigente”. En una democracia, cuando la legislació­n entra en contradicc­ión con el ejercicio de un derecho natural y universal, no se prohíbe este derecho, sino que se modifica la ley. Además, la actual Constituci­ón no prohíbe los referéndum­s. Sólo hace falta la voluntad política de negociar.

Pienso que el divorcio entre la mayoría de los catalanes y la España de Rajoy ya es irreversib­le. El caso catalán también está poniendo a prueba algunos de los fundamento­s de la España actual. Quizá esta crisis se convierta en una oportunida­d para que muchos demócratas españoles se planteen la necesidad de transforma­r radicalmen­te el sistema político que permite a Rajoy actuar con estos procedimie­ntos autoritari­os.

Cánovas y Sagasta, en una caricatura del año 1882

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