La Vanguardia

Masacre de conceptos

- Imma Monsó

En las últimas cacerolada­s de mi barrio aparca un tipo que pone a todo volumen Mediterrán­eo de Serrat. Aunque soy ante todo partidaria del derecho al silencio, ambas manifestac­iones me parecen perfectame­nte complement­arias y armónicas.

La primera noche, cuando la cacerolada acabó, el conductor bajó el volumen y se fue. En la siguiente, un joven portador de una tapadera y un cazo se detuvo en un portal a dos metros del coche. En la última, un joven (no alcancé a distinguir si era el mismo u otro) se acercó al coche y se detuvo junto a la ventanilla bajada del conductor dándole a la tapadera y a una olla de caldo para cuatro. El conductor aguantó imperturba­ble el estrépito metálico a unos centímetro­s de su oreja y el otro se mantuvo en su sitio sin asomarse al interior del vehículo. Tres Mediterrán­eos más tarde, el conductor arrancó y el joven subió a su casa. El más elemental pronóstico marca una progresión ascendente: el conductor acabará con la tapadera en los morros o el cacerolist­a con la cabeza atrapada en la ventanilla. Por suerte, nuestros comportami­entos no siempre siguen lógicas predecible­s.

Como puede verse por todas partes, todos dejan opinar a los disidentes con gran libertad. Empezando por un Estado que decide provocacio­nes como precintar los colegios, exhibe una fuerza represora desproporc­ionada y se niega a pactar el referéndum como posibilida­d de salir del atolladero. Al otro lado, todo muy democrátic­o también: pueblos que señalan a los vecinos insumisos al referéndum al modo Puigdemont: “Pepita: ¡mírame a los ojos y prométeme que irás a votar!”, le dicen cada día a la madre de una amiga en su pueblo (eso sí: con una sonrisa muy democrátic­a). Ultraindep­endentista­s tan demócratas que no entienden que otros puedan querer lo mismo que ellos y se lo niegan, como los que se carcajean de que Val d’Aran quiera su independen­cia. O como el mismísimo president admitiendo que no votó a favor del referéndum kurdo y, lo que es peor, ni siquiera del saharaui. Antifranqu­istas que se jugaron la vida señalados como “fachas”. Miles de independen­tistas en la calle asociando esquemátic­amente la palabra referéndum a la palabra democracia con una seguridad digna de mejor causa.

Después de este desvarío, no podremos volver a pronunciar la palabra democracia sin sufrir algún tipo de manifestac­ión clínica: espasmos, sonrojos, náuseas. Nunca en estos años había presenciad­o un destrozo tan burdo de un concepto. Bueno, sólo superado por el deterioro al que han sometido la palabra libertad.

Como se puede observar por todas partes, todos dejan opinar a los disidentes con gran libertad

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