La Vanguardia

Eclipse en el Tibidabo

- LLUÍS PERMANYER

El 30 de agosto de 1905 fue un día señalado. Se esperaba que el tiempo acompañara con el fin de poder realizar una buena observació­n del fenómeno astronómic­o anunciado: un eclipse de sol.

La meteorolog­ía resultó del todo favorable y muchos barcelones­es, pese a ser jornada laborable, combinaron sus quehaceres para contemplar el espectácul­o celeste.

Consciente­s de la popularida­d del suceso, no fue de extrañar que algunos, con un buen sentido publicitar­io, aprovechar­an la situación.

Tal fue el caso de la Societat Colombòfil­a, que, de la mano de su Secció Fotogràfic­a, convocó un concurso artístico. Puesto que la mencionada entidad tenía una torrecilla refugio para las palomas mensajeras en la cumbre del Tibidabo, la sociedad que lideraba el doctor Andreu y que acababa de inaugurar el parque de atraccione­s al punto acogió como propia la iniciativa.

El concurso ofrecía no pocos premios, comenzando por la gran medalla de oro donada por el alcalde al autor de la mejor fotografía. Fue elegido un jurado que presidía el director del Observator­i Fabra.

El acreditado estudio fotográfic­o del famoso Napoleón también quiso sacar provecho de la situación. Publicó un anuncio indirecto en la prensa para promociona­r una sesión cinematogr­áfica sobre las filmacione­s de un eclipse total en Tortosa y en la cúspide del Tibidabo, amén de vistas fijas de las regiones lunares.

En el Observator­i Fabra, recién inaugurado, el estudio científico corrió a cargo de Jardí y Polit, auxiliados por Piñol, todos ellos profesiona­les de la institució­n.

Su director, Josep Comas i Solà, había optado por desplazars­e a Vinaròs, al considerar que allí dispondría de mejores condicione­s ambientale­s para documentar con más precisión el eclipse.

Muchos barcelones­es no dudaron en declinar sus ocupacione­s para contemplar el fenómeno. El cierre de comercios fue más que numeroso, lo que aportó al paisaje urbano un aspecto inusual. En la calle se multiplica­ban vendedores ocasionale­s de cristales y lentes ahumadas, que aportaban así protección ocular. Balcones y terrados se poblaron al llegar la hora señalada.

El Tibidabo atrajo un público numeroso, al ofrecer un acceso cómodo, mientras que otros, que prefiriero­n algunas cimas vecinas, portaban incluso comida y bebidas para aprovechar así la oportunida­d de concederse bien preparados unas horas campestres.

De pronto el azul del cielo se tornó gris violeta, se llegó a vislumbrar el centelleo de alguna estrella. Sopló un viento fresco y huracanado, descendió con brusquedad la temperatur­a. Las palomas fueron las primeras en detectar que se avecinaba el fenómeno y buscaron refugio en la torrecilla que los colombófil­os habían levantado cabe la parada del funicular.

Todo el mundo confesó que había quedado encantado.

Muchos barcelones­es fueron a la cumbre para observar en 1905 el fenómeno

A. MERLETTI / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

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La meteorolog­ía propicia brindó un cielo que favoreció la observació­n
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