Sasha Waltz vuelve al origen con una danza sobre el poder
La gran coreógrafa alemana presenta ‘Kreatur’ en el TNC
Waltz y Johannes Öhman sustituirán a Nacho Duato a partir del 2019 al frente del Staatsballett de Berlín
El Teatre Nacional de Catalunya (TNC) abre temporada hoy con una de las grandes coreógrafas europeas, la alemana Sasha Waltz (Karlsruhe, 1963), autora de obras tan deslumbrantes como su versión de la ópera barroca de Purcell Dido & Aeneas que se pudo ver el 2004 en la Sala Gran del TNC, entonces tomada por un gigantesco
tanque transparente de agua en el cual evolucionaban sumergidos los bailarines. Glorioso. Ahora, después de una década dando nueva vida a grandes óperas y trabajos sinfónicos, Waltz ha querido volver a sus raíces como coreógrafa, “al lenguaje del movimiento, confiando en que es el camino más claro de hablar del presente, de lo que vivimos y experimentamos”. Y lo ha hecho con Kreatur, que se verá hasta el sábado en la Sala Tallers del TNC y que es una creación interdisciplinar de nuevo cuño en la que la alemana reflexiona sobre el dominio y la debilidad. Sobre el poder y la falta de él en el mundo actual y “qué hace el colectivo con eso. Y el individuo dentro del colectivo”.
Porque para Waltz –que desde 2019, en sustitución de Nacho Duato, dirigirá el Staatsballett de Berlín junto a Johannes Öhman, que viene del ballet clásico– “en el mundo estamos atravesando un proceso increíble de transformación, a veces con dimensiones que asustan y con grandes choques, como sucede con el cambio climático, el aumento del populismo, los recortes de la democracia en Hungría o Polonia y, por otra parte, el radicalismo, el terrorismo, que son una reacción a todos estos temas irresueltos, también temas históricos que no se han enfrentado. Yo quería poner un espejo a lo que llevamos dentro, porque con el cuerpo puedes hablar al público a un nivel inconsciente. La palabra puede ser demasiado precisa, el cuerpo puede crear imágenes mayores, más amplias en su interpretación, y alcanzar un nivel emocional, lo que es importante para ayudar a entender antes de que el lenguaje ponga palabras”.
De hecho el montaje parte de imágenes poderosas, como la visita de Waltz a una antigua cárcel de la Stasi en la que le guió un ex prisionero. Descubrió que tras la Guerra Mundial los rusos apilaron allí a los alemanes en estrechas celdas. Tenían que estar de pie. Si uno se desmayaba y caía al suelo, todos eran castigados con cubos de agua fría. Lo que el colectivo hacía en muchas ocasiones era aguantar a los débiles, a los que desfallecían para que no fueran todos castigados. “Era un ejemplo de un poder exterior y de cómo el colectivo lo gestionaba. Muy conmovedor”.
Un montaje sin apenas escenografía, porque Waltz quiso crear el espacio a partir de los cuerpos de los bailarines y trajes de plástico y metal que limitan sus movimientos, incluidos unos hilos metálicos que les rodean creando, dice, “un aura, una nube”. Bajo un sonido grabado en espacios que hace mucho tuvieron otra función y que hoy son memoriales, recuerdos de la historia –incluidos campos de concentración, pero también viejas factorías o plantas eléctricas–, “vemos en ciertas imágenes seres que ya no son humanos, a medio camino de animales sin nombre, criaturas. Se trataba de dejar salir su parte animal como humanos, permitiéndole estar ahí, que no nos persiga más”.