La Vanguardia

Amarse como hermanos

- Juan José Omella J. J. OMELLA, arzobispo de Barcelona

Ya me permitirán que este domingo comparta con ustedes un relato breve sobre la estimación fraterna. En efecto, había dos hermanos que se amaban con toda el alma. Los dos eran agricultor­es. Uno se casó y el otro permaneció soltero. Decidieron seguir repartiend­o toda la cosecha a medias.

Una noche, el hermano soltero soñó: “¡No es justo! Mi hermano tiene mujer e hijos y recibe la misma proporción de cosecha que yo que estoy solo. Iré por las noches a su almacén de trigo y añadiré algunos sacos sin que él se dé cuenta de ello”.

A su vez, el hermano casado soñó también una noche: “¡No es justo! Yo tengo mujer e hijos y mi futuro estará asegurado con ellos. ¿A mi hermano, que está solo, quien lo ayudará? Iré por las noches a su almacén de trigo y añadiré algunos sacos sin que se dé cuenta de ello”.

Así lo hicieron los dos hermanos. Y, ¡oh sorpresa!, los dos se encontraro­n por el camino, la misma noche, llevando sacos el uno para el otro. Se miraron, comprendie­ron lo que pasaba y se abrazaron con un abrazo de hermano, todavía más fuerte, y para siempre.

Qué narración popular más bonita, que nos invita a salir de nuestros egoísmos para pensar más en los otros. Cuando hay generosida­d, cuando uno se olvida de sí mismo y piensa en el otro para hacerlo feliz, se llega a la felicidad que nace del amor y de la fraternida­d. La sospecha, la envidia y la avaricia son carcomas que empobrecen nuestra vida y nos hacen sufrir mucho. El amor no es sólo un sentimient­o, sino que se tiene que entender en el sentido que tiene el verbo amar en hebreo (leehov), que significa hacer el bien. Como decía san Ignacio de Loyola, “el amor se tiene que poner más en las obras que en las palabras”. Así puede mostrar toda su fecundidad y nos permite experiment­ar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de entregarse, sin medir, sin reclamar pagos, simplement­e por el gusto de dar y de servir.

Se explica que, en una ocasión, la hermana

Cuando uno se olvida de sí mismo y piensa en el otro para hacerlo feliz, se llega a la felicidad que nace del amor

pequeña de santo Tomás de Aquino le preguntó: “¿Tomás, qué tengo que hacer para ser santa?”. Ella esperaba una respuesta muy profunda y complicada, pero el santo le respondió: “Hermana, para ser santa es suficiente amando”. ¡Sí, amando! Pero amando con todas las fuerzas y con toda la voluntad. Es decir, que no es suficiente con un amaría. La persona que ama puede hacer maravillas; pero quien se queda con el amaría es sólo un soñador o un idealista.

Jesús, nuestro Dios y Señor, nos enseñó a vivir pensando más en los otros que en nosotros mismos, porque “siendo rico se hizo pobre para enriquecer­nos con su pobreza”, nos dice san Pablo.

Qué bonito sería si todos nos amáramos como los dos hermanos de nuestra historia: pensando en el otro para hacerlo feliz.

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