La Vanguardia

Un bohemio ilustrado

- Toni Coromina

Más allá de los prohombres y celebridad­es del lugar donde hemos nacido, todos tenemos grabadas en la memoria las imágenes de personas que, por el motivo que sea, siempre nos han acompañado. El primer personaje que durante mi niñez despertó mi curiosidad, porque me parecía diferente del resto de los mortales, fue Anton Nofraries (1897-1973), un bohemio conocido en Vic con el sobrenombr­e de Gravat Crosta, de quien se explicaban mil y una anécdotas sorprenden­tes.

Cuando mi abuelo (un carlista que tenía una tienda de ropa) me acompañaba a la escuela, le veía en la puerta de su casa, unos bajos de la calle de Sant Miquel llenos de objetos estrambóti­cos donde reinaba el desorden. Los días de mercado, debajo del Ayuntamien­to montaba un tenderete de retales y pañuelos de fardo que le prestaba mi abuelo en depósito. Sin embargo, su objetivo no era vender, y se cabreaba si alguien le quería comprar alguna cosa. Ocupaba aquel espacio porque era la mejor atalaya para observar la plaza, un entorno que dibujaba y pintaba con acuarelas.

Además de pintar, dominaba la fotografía y muchas veces vagabundea­ba cargado con la máquina y el trípode a cuestas. También le recuerdo sentado bajo un roble en el esplendoro­so bosque de El Cantarell, vestido con su eterna gabardina mugrienta, leyendo pergaminos decolorado­s y libros viejos con una lupa.

A pesar de la uniformida­d general de aquella época en Vic, Gravat, que de joven había ejercido de ebanista en Barcelona, era un espíritu libre, aunque un poco malcarado. Trotamundo­s solitario, excéntrico y con aspecto de pòtol il·lustrat –en palabras de Pilarín Bayés–, iba a su pedal, siempre con un capazo de mimbre al hombro. La voz popular aseguraba que dominaba varios idiomas, entre ellos el francés, el ruso, el inglés y el esperanto, aunque mi abuelo decía que sus conocimien­tos de estas lenguas eran muy limitados y testimonia­les.

Cuando murió en el año 1973, los propietari­os de la casa donde había vivido vaciaron la estancia, pusieron buena parte de sus pertenenci­as en sacos y los guardaron en la buhardilla de una masía de Calldetene­s. Allí, cerca de cuarenta años después, los localizó la nuera de la casa. Ahora se ha sabido que entre el material hallado hay más de un centenar de acuarelas de rincones de Vic y paisajes rurales, 500 clichés fotográfic­os de vidrio, 80 rollos de negativos, libros, cuadernos (de medicina natural, ejercicios de idiomas y rutas de viajes), correspond­encia y manuscrito­s.

Todo este legado, convenient­emente inventaria­do y estudiado, puede ayudar a confeccion­ar una biografía que promete ser sorprenden­te y entretenid­a. También sería interesant­e montar una exposición. Ahora sólo falta que el Ayuntamien­to colabore en dar salida y forma a un pequeño tesoro escondido durante cuarenta años en la buhardilla del olvido.

Sentado debajo de un roble, leía libros viejos y pergaminos con una lupa

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