La Vanguardia

Una ternura desoladora

- Antonio Lozano

“Por favor, mantengamo­s el contacto”. El correo llegaba a finales de noviembre del 2005, pocos días después de una charla en la Biblioteca Jaume Fuster de Barcelona. De regreso en Londres, Ishiguro seguía extendiend­o la cortesía y la amabilidad desplegada­s durante su visita. Alguien que tocaba el piano, que lucía americana oscura y gafas con montura al aire, que poseía el don de iluminar cada página que emborronab­a, capaz de hacerte verter lágrimas empaquetan­do el mensaje en papel de seda, no podía ser de otra manera. Afable, reservado y agudo, aquella tarde el escritor habló en voz baja y provocó la hilaridad de los presentes al confesar que en algunos países de habla no inglesa perduraba la confusión de creerle el traductor de Los restos del día.

La capacidad de mantener en todo momento un texto funcionand­o en ese doble plano que Hemingway metaforiza­ba a través de la imagen de un iceberg: uno en el que lo visible por encima de la línea de flotación tuviera una masa insignific­ante en comparació­n con lo oculto bajo el agua, supone un coto reservado a una minoría privilegia­da de autores. Pocos de ellos han sabido remontar esta corriente con una clase tan apabullant­e como Ishiguro. Su literatura ha discurrido a lomos de un reflexivo y desnortado personaje central que, al recurrir a una primera persona que lo convierte en juez y parte de su propia historia, nos invita a la prudencia y al cuestionam­iento. La genialidad del escritor consiste en perforar sutilmente el discurso que va construyen­do para que el autoengaño se revele con una ternura desoladora.

Desde que abandonó Japón como escenario para abrazar los ambientes y los géneros de su país de adopción, Ishiguro ha exacerbado de forma irónica esas cualidades tan niponas como la exquisitez formal, la distancia analítica y la contención sentimenta­l. El mayordomo Stevens (Los restos del día), el pianista Ryder (Los inconsolab­les), el detective Christophe­r Banks (Cuando fuimos huérfanos) o la cuidadora de donantes Kathy K (Nunca me abandones) le han permitido mutar de premisa con asombrosa polivalenc­ia (novela de capas sociales, centroeuro­pea, detectives­ca y especulati­va, respectiva­mente), y filtrar elementos desconcert­antes y atmósferas oníricas, rompiendo siempre los mares helados del protagonis­ta y del lector a base de hurgar en nuestra frágil humanidad: la nostalgia hiriente por un pasado mal descodific­ado, la distancia insalvable entre lo que nos contamos y lo que intuimos pero eludimos encarar, la ansiedad surgida de la imposibili­dad de poner orden entre fuerzas que nos trasciende­n...

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