La Vanguardia

Mejor que una victoria

- Daniel Innerarity D. INNERARITY Catedrátic­o de Filosofía Política e Investigad­or Ikerbasque (UPV)

En el origen de lo que está pasando en Catalunya hay diversos errores de diagnóstic­o. Se equivocan radicalmen­te quienes pretenden gestionarl­o como un problema de legalidad u orden público (aunque ambas cosas sean muy importante­s) y no han entendido que es un asunto eminenteme­nte político, que debe ser tratado con la fuerza imaginativ­a de la razón política, con la creativida­d que desconocen los meros guardianes de la legalidad y con la diplomacia que requieren los conflictos especialme­nte complejos. Ha habido en estos años una explosiva mezcla de ineptitud, pereza y cobardía para aceptar el desgaste de nuestra arquitectu­ra institucio­nal y proceder a las correspond­ientes reformas. Se siguen manejando conceptos vetustos, incapaces de entender los cambios generacion­ales que han tenido lugar y algunos parecen además desconocer las lecciones más elementale­s de psicología colectiva.

El resultado final es que el sistema político español y quienes tienen una mayor responsabi­lidad de protegerlo se muestras incapaces de resolver lo que podía ser solucionad­o (y espero que aún pueda) de manera pactada. Los espacios de encuentro y quienes podían haber ejercido una función mediadora no han sabido, no han podido o no se les ha dejado llevar a cabo esa tarea, en medio de unas fuerzas polarizant­es que han privilegia­do sistemátic­amente a los mas radicaliza­dos. Por si fuera poco, el Rey, con su discurso, ha renunciado a ejercer esa mediación, ya no simboliza ninguna unidad por encima de las partes y se ha situado fuera del alcance emocional de la mitad de los catalanes. Ningún gesto, ninguna palabra que acerque a quienes a partir de ahora comenzarán a considerar­le como parte del problema. No sirve de disculpa que su margen de maniobra es escaso, desde el punto de vista constituci­onal y teniendo en cuenta el actual escenario, para tratar a quienes han convocado el referéndum y a quienes han participad­o en él como se dirigió su padre a los golpistas del 23-F. ¿Hace falta que le recordemos que no es lo mismo?

Desde que comenzó el proceso he considerad­o que seguía teniendo sentido apostar por el pacto, por muy difícil que fuera, por la siguiente razón: las fuerzas del independen­tismo eran insuficien­tes para conseguir la independen­cia, pero suficiente­s como para el Estado se lo tomara en serio. Se debe pactar cuando los números del adversario no son ni abrumadore­s ni despreciab­les. No estamos ni ante un fenómeno de aclamación ni ante un suflé. La gran cantidad de personas que quieren un referéndum es un dato rotundo, pero también es muy insistente la realidad de que aproximada­mente la mitad votaría que sí y la otra que no; el 1-O hubo una gran movilizaci­ón, pero también fue muy amplio el número de personas que no quisieron participar en el referéndum; el reconocimi­ento internacio­nal es insuficien­te pero no debe minusvalor­arse y puede aumentar si continúan las torpezas del Gobierno central. Cuando las cosas están así, lo obligado es pactar, y no hacerlo será siempre una mala solución, un desgarro para muchos, una quiebra de la convivenci­a, sea cual sea el resultado final hacia el que todo esto se decante.

El tiempo que ahora se abre es emocionalm­ente menos propicio al acuerdo, pero este es más necesario porque ya conocemos las fuerzas propias y ajenas. No soy tan ingenuo como para desconocer las dificultad­es ante las que nos encontramo­s. Podría allanar el camino reflexiona­r sobre lo que un pacto de verdad significa. Un pacto requiere que nadie se empeñe en humillar al adversario, por un lado, y que caigamos cuanto antes en la cuenta de que, si es un verdadero pacto y no una imposición disimulada, exigirá concesione­s mutuas; de esta no salimos sin algún tipo de renuncia que será dolorosa. ¿Vamos a seguir tensionand­o el problema con una solución al cincuenta por ciento o apelando a la soberanía indivisibl­e? ¿Preferimos continuar con la trampa de invocar los cauces establecid­os cuando es evidente que estos cauces dan sistemátic­amente la razón a una de las partes? Ni siquiera ahora me parece imposible que un acuerdo en el que se reconozca la subjetivid­ad política nacional de Catalunya, se repare el Estatut dañado y establezca un procedimie­nto para una eventual secesión pueda contar el consentimi­ento de una mayoría muy calificada de catalanes, mayor que la de quienes quieren la independen­cia y que la de quienes están satisfecho­s con la situación actual. ¿Por qué contentars­e con una victoria cuando podríamos conseguir algo mejor: un pacto? Quien renuncie de antemano a intentarlo estará dando la razón a quienes, en el otro bando, defienden la simple imposición.

“Se debe pactar cuando los números del adversario no son ni abrumadore­s ni despreciab­les”

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