Gobierno de las leyes
La escalada de tensión vivida alrededor del epicentro sentimental del 1-O aconseja restablecer cauces de sensatez institucional que desactiven la oleada de populismo que amenaza Catalunya. No importa del lado que esté uno, lo fundamental es que la moderación se imponga como vector de la acción política lo antes posible. Solo así se retomará la cultura de la legalidad en la que se funda el buen gobierno. Una situación que fue abandonada por un arrebato de decisionismo asambleario que condujo a la aprobación de las leyes de referéndum y transitoriedad del pasado mes de septiembre.
Sin embargo, abordar un análisis historicista de lo que sucede sólo confunde el diagnóstico del presente y las posibilidades de encontrar una solución que impida el riesgo de ruptura de la convivencia colectiva. Eso pasa por asumir que Catalunya tiene por delante la responsabilidad de impedir el desbordamiento de los cauces institucionales que representa el interés general al que debe servir la Generalitat. De lo contrario, esta se verá desprovista de la fuerza de legitimidad que sustenta el autogobierno. El motivo estará en su impotencia a la hora de reconducir un tsunami populista que quiere dislocar esa hegemonía de supervisión legal que debe preservar la paz cívica y la prosperidad en las sociedades avanzadas.
La gestión eficiente y pacífica de la complejidad de intereses y la heterogeneidad de mentalidades que caracteriza la convivencia de un país avanzado exige un diálogo pactado permanente de consensos bajo la cobertura cotidiana de la ley. O esta es el eje de gravedad de la convivencia o cualquier sociedad se atomiza en un sinfín de conflictos que tarde o temprano desembocarán en la violencia de unos frente a otros. Pensar que el populismo puede ofrecer un denominador común que vertebre pacíficamente Catalunya sobre la base de un mundo sin reglas que se auto a firme en las calles a golpe de puros actos de decisión, es allanar el camino hacia la sinrazón generalizada y el caos.
La dislocación violenta de la sociedad no se ha producido todavía porque las costuras del respeto y la tolerancia resisten mayoritariamente. Con todo, el populismo acecha y pugna por hegemonizar las tensiones sociales, políticas y culturales que hacen de Catalunya un laboratorio que visibiliza los vectores de inestabilidad postmoderna que comparten las sociedades europeas. El conflicto que exhibe la sociedad catalana no puede ser simplificado a partir de la dialéctica independentismo u ni onismo. Hablamos de algo más inquietante que evidencia la transversalidad populista que infecciona el conjunto de la sociedad. Un proceso que se desarrolla a lomos de experiencias diversas de malestar e incertidumbre que se suman con el propósito de instaurar una democracia sin más reglas que el acto puro de conformar una mayoría a la que el resto debe doblegarse sin más. Cuando el puro acto de votar se identifica con la democracia, entonces, nada puede evitar que el ejercicio del voto evolucione hacia un derecho jacobino a la venganza que justifique cualquier pesadilla si es avalada mayoritariamente.
Como recordaba Norberto Bobbio, frente al riesgo de un gobierno de los hombres que se asiente a lomos de una inagotable crisis revolucionaria, la única solución es un gobierno de las leyes. Un gobierno que haga viable el pluralismo de una diversidad que nos enriquece si respeta las reglas que favorecen la estructura de diálogo que sustenta la democracia. La democracia efectiva solo será soportable si es formal también. De ahí que el Rey insistiera el pasado martes en invocar en su discurso la primacía del gobierno de las leyes, pues, este es el único marco posible para que se desarrolle en paz la defensa de cualquier idea dentro de la ley. La insistencia de la Corona en exigir que se respete una cultura de la legalidad sin excepciones es reivindicar, también, que la democracia se defienda razonablemente si quiere seguir reconociéndose como tal. Y es que los complejos desenlaces hacia los que nos conduce la democracia cuando se ejerce solo son asumibles en términos civilizados si se desarrollan dentro del imperio de la ley y su sistema de garantías.
Es en este marco que fija la Constitución y el Estatut donde estará la solución si quiere buscarse lealmente. Pero para que sea eficaz y viable los actores llamados a protagonizarla tienen que creer que la democracia representativa sigue conservando su potencialidad reformista de progreso bajo el buen gobierno de las leyes.
“La gestión pacífica de la complejidad de un país avanzado exige un diálogo pactado bajo la cobertura de la ley”