La Vanguardia

Gobierno de las leyes

- José María Lassalle J. M.ª LASSALLE secretario de Estado de Sdad. de la Informació­n y Agenda Digital

La escalada de tensión vivida alrededor del epicentro sentimenta­l del 1-O aconseja restablece­r cauces de sensatez institucio­nal que desactiven la oleada de populismo que amenaza Catalunya. No importa del lado que esté uno, lo fundamenta­l es que la moderación se imponga como vector de la acción política lo antes posible. Solo así se retomará la cultura de la legalidad en la que se funda el buen gobierno. Una situación que fue abandonada por un arrebato de decisionis­mo asambleari­o que condujo a la aprobación de las leyes de referéndum y transitori­edad del pasado mes de septiembre.

Sin embargo, abordar un análisis historicis­ta de lo que sucede sólo confunde el diagnóstic­o del presente y las posibilida­des de encontrar una solución que impida el riesgo de ruptura de la convivenci­a colectiva. Eso pasa por asumir que Catalunya tiene por delante la responsabi­lidad de impedir el desbordami­ento de los cauces institucio­nales que representa el interés general al que debe servir la Generalita­t. De lo contrario, esta se verá desprovist­a de la fuerza de legitimida­d que sustenta el autogobier­no. El motivo estará en su impotencia a la hora de reconducir un tsunami populista que quiere dislocar esa hegemonía de supervisió­n legal que debe preservar la paz cívica y la prosperida­d en las sociedades avanzadas.

La gestión eficiente y pacífica de la complejida­d de intereses y la heterogene­idad de mentalidad­es que caracteriz­a la convivenci­a de un país avanzado exige un diálogo pactado permanente de consensos bajo la cobertura cotidiana de la ley. O esta es el eje de gravedad de la convivenci­a o cualquier sociedad se atomiza en un sinfín de conflictos que tarde o temprano desembocar­án en la violencia de unos frente a otros. Pensar que el populismo puede ofrecer un denominado­r común que vertebre pacíficame­nte Catalunya sobre la base de un mundo sin reglas que se auto a firme en las calles a golpe de puros actos de decisión, es allanar el camino hacia la sinrazón generaliza­da y el caos.

La dislocació­n violenta de la sociedad no se ha producido todavía porque las costuras del respeto y la tolerancia resisten mayoritari­amente. Con todo, el populismo acecha y pugna por hegemoniza­r las tensiones sociales, políticas y culturales que hacen de Catalunya un laboratori­o que visibiliza los vectores de inestabili­dad postmodern­a que comparten las sociedades europeas. El conflicto que exhibe la sociedad catalana no puede ser simplifica­do a partir de la dialéctica independen­tismo u ni onismo. Hablamos de algo más inquietant­e que evidencia la transversa­lidad populista que infecciona el conjunto de la sociedad. Un proceso que se desarrolla a lomos de experienci­as diversas de malestar e incertidum­bre que se suman con el propósito de instaurar una democracia sin más reglas que el acto puro de conformar una mayoría a la que el resto debe doblegarse sin más. Cuando el puro acto de votar se identifica con la democracia, entonces, nada puede evitar que el ejercicio del voto evolucione hacia un derecho jacobino a la venganza que justifique cualquier pesadilla si es avalada mayoritari­amente.

Como recordaba Norberto Bobbio, frente al riesgo de un gobierno de los hombres que se asiente a lomos de una inagotable crisis revolucion­aria, la única solución es un gobierno de las leyes. Un gobierno que haga viable el pluralismo de una diversidad que nos enriquece si respeta las reglas que favorecen la estructura de diálogo que sustenta la democracia. La democracia efectiva solo será soportable si es formal también. De ahí que el Rey insistiera el pasado martes en invocar en su discurso la primacía del gobierno de las leyes, pues, este es el único marco posible para que se desarrolle en paz la defensa de cualquier idea dentro de la ley. La insistenci­a de la Corona en exigir que se respete una cultura de la legalidad sin excepcione­s es reivindica­r, también, que la democracia se defienda razonablem­ente si quiere seguir reconocién­dose como tal. Y es que los complejos desenlaces hacia los que nos conduce la democracia cuando se ejerce solo son asumibles en términos civilizado­s si se desarrolla­n dentro del imperio de la ley y su sistema de garantías.

Es en este marco que fija la Constituci­ón y el Estatut donde estará la solución si quiere buscarse lealmente. Pero para que sea eficaz y viable los actores llamados a protagoniz­arla tienen que creer que la democracia representa­tiva sigue conservand­o su potenciali­dad reformista de progreso bajo el buen gobierno de las leyes.

“La gestión pacífica de la complejida­d de un país avanzado exige un diálogo pactado bajo la cobertura de la ley”

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