La Vanguardia

El país de las urnas

- Jordi Amat

Amedia tarde salgo de la torre de marfil de la Residencia de Estudiante­s. El barrio es tranquilo, adinerado. En la parte final de la calle Pedro de Valdivia algunos balcones están engalanado­s con largas banderas españolas con el rojo decolorado. Es una respuesta al llamamient­o de la presidenta de la Comunidad. De lejos se intuyen Nuevos Ministerio­s. Llego a la Castellana. Podría ser la gran avenida de cualquier capital europea. Al poco de andar uno pasa por el lado de la sede de La Caixa, del Sabadell o Abertis. En la otra parte de la calle, la embajada americana, en el centro Cánovas del Castillo y un poco más allá el palacete de la embajada alemana. No sólo es el Estado. Es más. En Madrid el poder –que tanto ha callado– habita como una presencia real. Giro a la derecha. Fundación Ortega Marañón. El palacete está en obras, como invertebra­do. No es una metáfora.

Tarde del viernes 29. El seminario de historia más importante de España ha organizado una sesión abierta. El tema es el Tema. El tema que será el centro de la biografía civil de mi generación. Bajamos al aula del sótano. Unas 50 personas. Se debate sobre el libro colectivo El proceso separatist­a en Cataluña cocinado con la sal de Barcelona. Yo, que soy filólogo, estoy allí para sugerir que todo empezó con una crisis constituci­onal, escuchar con timidez a José Álvarez Junco y Enric Ucelay-da-Cal y de paso servir las copas. Mensaje en el móvil de mi padre. “Suerte y prudencia”. La sesión, seguida con interés y gravedad, se alarga exactament­e dos horas. Concordia. Hacia el final, tras el turno de preguntas (“¿quién lidera el proceso?”), los dos tótems de la historiogr­afía contemporá­nea hablan de tecnología: explican cómo la aparición de formas nuevas de comunicaci­ón, desde hace medio milenio, ha sido un factor determinan­te del ascenso y la caída de órdenes políticos. La imprenta, la prensa, la radio, las redes.

Al día siguiente en el tren me zampo la recopilaci­ón Tres periodista­s en la revolución de Asturias. Uno de los tres es Josep Pla, que a mediados de octubre del 34 estuvo allí en Asturias. Se encontró con Oviedo devastado y miles de muertos, pero la conmoción en el resto de España no había estallado. El Estado republican­o, colapsado por la revolución, envió la legión y el Gobierno todavía pudo imponer un bloqueo informativ­o. No hay imágenes. Eran tiempos más oscuros. La idea de ciudadanía no había progresado tanto. Ya no es nuestra época. La nuestra es la era digital y del solipsismo de la Unión Europea, la ansiada nueva patria que ni sumando más soberanía logra obturar la sangría entre ciudadanía y sus estados respectivo­s.

El domingo 1 la variante local de esta crisis global estalla junto a casa. En el colegio Diputació, por ejemplo, donde estudian niños que compartier­on mocos con los míos en la guardería. Ni la violencia armada puede dispersar al gentío que fraternalm­ente se ha hermanado para organizar un referéndum que sólo tendría que valer como la expresión ansiosa y multitudin­aria de un demos que ha hecho todos los posibles para expresarse. Pero el demos, reprimida su eclosión, se ensancha haciéndose viral. Las imágenes de la vergüenza rebotan del teléfono a la red y de la red al mundo. No es Ankara. Es Barcelona.

He votado como compromiso ético ante la desproporc­ión represiva, no para favorecer ruptura alguna

Las porras de los policías golpean en otros lugares de un territorio que no conocen, con la rabia del fracaso de un gobierno que ha fallado en el momento clave y ha perdido el control del país real y mesocrátic­o. Ni una dimisión. Es intolerabl­e.

El soberanism­o, que ha planteado un sabotaje al Estado desde todos los frentes, lo ha desnortado y así ha ganado una batalla con urnas transforma­das en símbolo. Un catalán de Mallorca, con quien hace cuatro días gritábamos un stribillo de los Stones (“no sie pre consigues lo que quieres, pero si algun e intentas, podrás encontrar que ecesitas”), me escribe. “Ya sé que hab s decidido no votar sin embargo... si puedes, vota por mí, aunque sea en blanco”. Pienso en la ignominia democrátic­a de septiembre en el Parlament. Pienso otra vez en buenos amigos a quien la guerra sucia ha reventado su horizonte. Hoy, votando, reconquist­an su honor. No puedo compartir su ilusión porque dudo de que nuestro contexto posibilite una independen­cia posmoderna, pero no debo negar el dolor que se ha sembrado. La ola de indignació­n emocional va perforando la resistenci­a de quienes pensamos que el Estado del 78 –el de nacionalid­ades y regiones– había de ser el marco de una solución no traumática del conflicto territoria­l.

¿Por qué votaré si no creía en ello? Digamos que como compromiso ético de un barcelonés y europeo concreto ante la desproporc­ión represiva. No para favorecer ruptura alguna. Quizás como un consuelo. Como esperanza activa para que en el rechazo a la violencia y el reconocimi­ento de las ideas básicas de los otros, superando las tensiones internas, nos podamos reencontra­r casi todos de nuevo. Aprieto el botón del ascensor, bajo, me acerco al colegio Joan Miró, hago cola profundame­nte estristeci­do, noto una energía colectiva brutal expandiénd­ose, voto y vuelvo a casa bloqueado, oyendo el sonido permanente del helicópter­o como si fuera un cuchillo amenazador.

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JOMA

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