¿Y ahora qué?
Un día histórico”, así titulé el pasado domingo esta Terraza. Y acerté. No porque, contrariamente a lo que repetía una y otra vez el señor Rajoy, una parte de los catalanes pudieron votar, sino por la brutal reacción de los miembros de la Policía Nacional y de la Guardia Civil. Porque, al día siguiente, la noticia en los medios de comunicación del mundo entero no fue la celebración del famoso referéndum, sino los 844 heridos por las fuerzas de seguridad del Estado español. Una vez más, el señor Rajoy o quien fuese el responsable de aquel disparate, se había equivocado. Y el victimismo de los independentistas crecía y se llenaba de orgullo.
Aquel día salí de casa a las doce menos cuarto y me encontré en la puerta con una docena de miembros de la Policía Nacional. Les vi un tanto excitados. Habían ocupado con sus furgonetas –doce en total– ambos lados del paseo de Sant Joan, de Provença a Rosselló, y tenían enfrente a un grupo de jóvenes que, desde el centro del paseo, les insultaban, les provocaban. Estuve tentado de dar vuelta atrás y regresar a casa, cuando uno de los jefes de la policía dio la orden de subir a las furgonetas y estas no tardaron en irse. Pillé un taxi y me fui al hotel Astoria, en la calle París, en cuyo bar tenemos los domingos una tertulia con un grupo de amigos. En la calle Aribau vi una larga, larguísima cola de gente que aguardaba para ir a votar, tranquilamente. A las dos de la tarde me fui a almorzar al Bauma. La gente no hablaba de otra cosa que no fuese la brutal reacción de la Policía Nacional. En la mesa al lado de la mía, un matrimonio catalán hablaba con otro francés y le decía que vivíamos un escena franquista. Yo me miraba al marido catalán y pensaba que no iba del todo desacertado, pero que si el escenario fuese realmente franquista cabía la posibilidad de que el otro vecino de su mesa –un joven que se bebía una cerveza mientras no perdía detalle de la conversación entre los dos matrimonios–, se levantase de repente, mostrase una placa escondida en la solapa de su chaqueta y se los llevase a comisaría. La palabra “franquista” la he oído varias veces estos días. Para algunos, “franquista” es sinónimo de porrazo, de brutalidad –como si los Mossos no hubiesen dado jamás un porrazo, e incluso dejado tuerta a una joven–, y, para otros, “franquista” es una manera de decirte que no eres de los suyos, “dels nostres”. Así está el patio.
El domingo por la tarde, acompañé a mi amiga Paquita a votar en la Sedeta, en nuestro barrio. Hora y media de cola, ningún problema. Votó ella, yo no: los porrazos que vi en la televisión antes de irla a buscar a su casa me habían puesto de muy mal humor, pero no el suficiente como para hacerme cambiar de opinión: votaré cuando el referéndum sea legal, pactado, no digno de una posible república bananera. Después de votar le propuse a Paquita ir a tomar unas copas al Boadas, pero la pobre –75 añitos- estaba muy cansada para bajar a la Rambla, y acabé llevándomela a casa. Le puse por enésima vez Casablanca, una peli que le encanta –y a mí–, nos merendamos unos tocinillos de cielo y acabamos hablando de cuando éramos jóvenes y leíamos a Camus, un Camus contrario a la pena de muerte (cuando Paquita y yo íbamos a la Universidad, en el viejo e histórico edificio, todavía fusilaban de madrugada en el Camp de la Bota).
Bueno, ¿y ahora qué? Eso me preguntaba yo el pasado domingo. Después del referéndum, de las elecciones, qué. El día 2 fuimos a la huelga, una huelga muy especial. Mucha, muchísima gente en la calle. Luego vino el discurso del Rey, un discurso que a un viejo amigo, un casco azul, le dejó tan triste como le dejó la desproporcionada, brutal represalia de la Policía Nacional con los catalanes que querían votar. A mí, el discurso del Rey se me antojó otro disparate. Bien está que regañase, constitucionalmente, a los independentistas, empezando por el muy honorable señor Puigdemont, pero, al mismo tiempo, podía haber intentado arbitrar, que, si no ando equivocado, forma parte de su cometido. Y soltar algunas palabras en catalán, como ha hecho en otras ocasiones. Según el muy honorable Puigdemont, el Rey hizo suyo “el discurso y las políticas del Gobierno de Mariano Rajoy (…) y con ello, ha perdido la oportunidad de dirigirse a todos los ciudadanos (catalanes) a los que debe la Corona y debe respeto”. ¿El Rey debe la corona al señor Puigdemont? ¿Me la debe a mí? Su padre y un servidor somos de la misma quinta (1938); él, Juan Carlos, el rey emérito, nació tres días antes que yo, él en Roma y yo en París, y que yo sepa nadie me dio a elegir en su día entre monarquía y república. Como bien dice Mariángel Alcánzar, “con el mensaje del Rey,
Ha llegado la hora de los mediadores: de la Iglesia católica hasta la Suiza de Calvino, pasando por el Barça
la política del Gobierno de Rajoy se convirtió en política de Estado”.
¿Y ahora qué? Mañana había anunciada sesión en el Parlament, pero el Tribunal Constitucional se la ha cargado. Al parecer, se celebrará el martes. Todo parece indicar que, por el momento, no habrá la temida DUI. Ha llegado la hora de los mediadores: de la Iglesia católica, apostólica y romana hasta la Suiza de Calvino, pasando por el Barça. Mientras tanto, el Banco Sabadell se larga a Alicante y CaixaBank a València. ¿Els Països Catalans? (seguirá).
PS. Núria Escur nos informa (La Vanguardia, 1 de octubre) que el Gobierno francés ha nombrado a Víctor del Árbol caballero de la Ordre des Arts et des Lettres. Felicidades. Dice Núria que es “el segundo escritor español que lo logra después de Pérez-Reverte”. Mentira podrida. Juan Marsé es comendador de dicha orden y mi primo Enrique Vila-Matas y un servidor somos oficiales de ella. Y juraría que debe haber algunos más.