La Vanguardia

Un Mzungu en Rwenzori

- Xavier Aldekoa

Si la bondad no estuviera tan desacredit­ada, empezaría diciendo que es un hombre bueno. Pero en los tiempos que corren, y como sólo tiene 23 años, existe el riesgo de que se confunda con una suerte de candidez, inocencia o incluso ingenuidad. Así que empezaré de nuevo: Pablo es alpinista. Y eso, querido lector, significa compromiso, honestidad y compañeris­mo. Entiendo que haya quien levante la mano para protestar, pero antes de que las camisetas de fibra Decathlon y los altímetros high-balance-ultra-sky inundaran las alturas, había valores que estaban estrechame­nte ligados a las montañas. No eran principios exclusivos de la roca, por supuesto, pero la pasión por escalar una cima solitaria, por acariciar una pared de granito con los dedos o por oler el frío de un glaciar de madrugada, ayudan a desarrolla­r el saludable hábito de saberse insignific­ante.

Pablo es alpinista, decía, pero de una forma integral: lo es desde el saludo. Porque sonríe siempre, entorna los ojos con una mueca tímida y entiende el apretón de manos como un puente y no como una formalidad. Vive en Uganda desde hace dos años y medio y en cuanto se acerca a las montañas de

Pablo es alpinista; y eso significa compromiso, honestidad y compañeris­mo

Rwenzori, en la frontera con la República Democrátic­a del Congo, ya no para de saludar en lukonzo, la lengua de la región o en luganda, idioma mayoritari­o del país y que ha aprendido a hablar. Para muchos, no es un mzungu (un hombre blanco) más. Pablo es el profesor. Desde hace un año, enseña técnicas de alpinismo y rescate a treinta guías de montaña locales. Ascienden juntos, conviven durante días y les orienta sobre cómo colocar una cuerda fija, cómo escalar por el hielo o la mejor manera de sortear las grietas del glaciar. Al acabar el curso —si aprueban, que Pablo es un buenazo, pero estricto como una monja con sueño— los chicos pueden ganarse la vida como guías en las montañas de la luna. La cima más emblemátic­a es el pico Margarita, de 5.109 metros. No es un paseo: son necesarios seis días de aproximaci­ón por la selva, con el lodo por las rodillas, hasta llegar a la falda de la montaña e iniciar la ascensión. Luego hay que escalar sabiendo, y asumiendo, que el más ligero resbalón te pilla a varios días de la civilizaci­ón. Apenas cien personas la ascienden cada año.

Pablo Moraga es de Manzanares, un pueblo de Ciudad Real, y dice que su vida ideal sería pasar medio año en su amado Nepal, donde vivió varios meses, y el otro medio en las montañas de Rwenzori. Cuando se lo imagina, y hace cálculos, se le iluminan los ojos. Tiene cara de niño, es bajito y delgado. No es un montañero rocoso, de voz grave, mirada áspera y manos callosas. Es una de esas buenas gentes que te cruzas por África y te ayudan porque sí, porque ayudarse es lo normal. Lo he dicho al principio: Pablo es alpinista.

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