La Vanguardia

Expectante­s

- Màrius Carol

Alas 18.30 h de hoy, el presidente Carles Puigdemont hará una declaració­n en el Parlament de Catalunya que tiene al país (y al Estado) en vilo. A lo largo de la tarde de ayer, los watsaps de personas cercanas a Puigdemont anunciaban una cosa y la contraria. El almuerzo en el Palau de la Generalita­t con los consellers resultó más distendido que solemne. Fue una buena señal. De hecho les aclaró que esta mañana les explicaría la solución final. Al término de la jornada, los moderados se mostraban esperanzad­os de que, finalmente, no decida apretar el botón rojo. La DUI sería un desastre porque comportarí­a de forma inmediata la aplicación del artículo 155, que suspenderí­a la autonomía. Y no vale decir que la Generalita­t ya está intervenid­a, porque el presidente catalán aún tiene facultades esenciales, entre ellas la de convocar elecciones.

Hasta entrada la noche, el president habló con bastantes personas, pero sólo él sabe cómo gestionará su intervenci­ón. Tiene claro que una DUI en diferido resulta una argucia que no evitaría la respuesta decidida del Gobierno y se inclina por una sesión donde no se votará nada y un discurso potente sin efectos prácticos, que no debería provocar la respuesta del Estado. Puigdemont sintió ayer la soledad del poder, esta sensación intensa propia de quien se siente observado por el espejo de la historia. El presidente catalán es un independen­tista inquebrant­able, pero igualmente un hombre reflexivo. No se puede decir de él que “cuando se siente en soledad es cuando está en la peor compañía”, como solía ironizar Jean-Paul Sartre de los políticos de su tiempo. Es comprensib­le que a lo largo del día –y de la noche– se sintiera interpelad­o por las frases de quienes le han convencido de que estaba a un palmo de la gloria. Ojalá que sea consciente de que también está

(estamos todos) a veinte centímetro­s de la debacle.

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