La Vanguardia

Cuando una puerta se cierra

- Quim Monzó

Se abre otra, sí. Que quede claro que no es una alusión política, de ningún tipo, y todavía menos a la puerta que Puigdemont tenía detrás, abierta, durante el discurso televisado de hace unos días, el miércoles si no me equivoco.

Hoy hablaremos del restaurant­e EcuaSucre que había en la calle Floridabla­nca, casi chaflán con Rocafort. Lo tenía muy cerca de casa. Estuvo abierto durante años. Había ido un par de veces. Desde el punto de vista comunicaci­onal presentaba un problema. En Barcelona, una ciudad donde poca gente conoce la cocina de aquel país, un restaurant­e ecuatorian­o debería ayudar a sus posibles clientes a entender qué son exactament­e los platos que ofrece. Yo, que de esa cocina no tengo mucha idea, encontraba en el menú nombres que me resultaban incomprens­ibles. No recuerdo exactament­e cuáles, pero cosas como tigrillo, bolón de verde, encocado de camarón (¡ojo!), sopa de bagre, muchines, fanesca, mote sucio, chugchucar­as o el siempre sugerente ceviche de chochos.

Si hubiera sido el amo, habría preparado una carta en la que, tras cada nombre, se explicase de qué se trataba exactament­e.

Mal planteamie­nto el del restaurant­e de cocina extranjera que sólo aspira a vivir de los expatriado­s

Parece lógico si quieres conseguir que los barcelones­es vayan a comer. Mal si sólo aspiras a vivir de los expatriado­s de tu país. Busqué en la Wikipedia en español el apartado que explica qué es cada plato. Así aprendí que las guatitas son un estofado a base de trozos de estómago de ternera y que los llapingach­os son tortillas asadas, hechas con patatas hervidas chafadas, que se sirven con chorizo, huevo frito, carne asada, lechuga, cebollas, arroz y/o aguacate. La segunda vez que fui, cuando veía un plato con un nombre que desconocía consultaba el impreso que llevaba en el bolsillo. Estaba en una mesa, comiendo la mar de feliz frente a una gran pantalla de tele, cuando vi que una mujer comía mientras, a su lado, su hijo berreaba un poco. De repente, la madre le arreó una bofetada que ni las de Eddie Constantin­e. El resto de comensales sonrió o rió, como si fuera lo más normal del mundo. Se me heló la garganta, acabé el plato, pagué y me fui.

No volví nunca más. Últimament­e –quizás a partir de la primavera– sacaban a la calle una pizarra donde anunciaban el menú del día. Mala cosa si tenían la necesidad de poner una pizarra en la acera para seducir a los peatones y convencerl­os de entrar. Señal de que el negocio iba de baja. Después de las vacaciones, en septiembre la persiana estaba cerrada y allí donde estaba el letrero con el nombre del establecim­iento y los colores de la bandera ecuatorian­a, un plástico blanco en el que se anuncia que el local se alquila. Todavía está. Esta es la puerta que se ha cerrado. La que se ha abierto está en la misma acera, a cosa de ochenta metros hacia la calle Entença. Donde estaba el bar Mari ahora hay un restaurant­e japonés llamado Ziqi. Fui el jueves, el día que lo inauguraro­n. Hay pocas mesas y, por mi propio interés, no lo pienso recomendar a nadie, porque no habría manera de encontrar sitio.

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