La Vanguardia

La eminencia gris

- Josep Maria Ruiz Simon

Un magnífico cuadro de Jean-Léon Gérôme lo pinta ante un tapiz con el escudo de armas de Richelieu, bajando la gran escalinata del palacio del cardenal. Lee con atención un libro, con una impostada indiferenc­ia por lo que lo rodea. Su humilde hábito de capuchino contrasta con las ricas ropas de los nobles que empiezan a subir y que, al verlo, se inclinan exageradam­ente para saludarlo. Quienes, más arriba, ya lo han sobrepasad­o se giran y lo miran con aquella curiosidad que despiertan quienes supuestame­nte conocen el secreto de las pocas cosas realmente decisivas. La figura sobre la que fijan los ojos es la de François Leclerc du Tremblay, el padre José, a quien en la corte denominaba­n la “eminencia gris”, una denominaci­ón que luego empezó a usarse para describir a los que, como él, tenían una influencia determinan­te entre las bambalinas de la política, un espacio invisible para los espectador­es, que sólo ven a los actores que interpreta­n el papel en el escenario.

Se ha descrito al padre José como un consejero áulico. Pero quien sirvió de molde para las futuras eminencias grises no se limitaba a dar consejos. También tenía un importante papel en el aparato de propaganda, ahora se diría “comunicaci­ón”, de Richelieu. Como recordó Étienne Thuau, el cardenal se tomaba muy seriamente la sentencia maquiavéli­ca que dice que gobernar es hacer creer cosas. Su nueva política se fundamenta­ba, como las posteriore­s, sobre la dirección de los espíritus. Con este propósito, creó una especie de oficina de prensa, donde se producían a granel, además de teorías muy funcionale­s para los intereses de la corona, panfletos que se ponían en circulació­n como si fueran la expresión de la opinión pública. Leclerc du Tremblay ocupaba un lugar destacado en este equipo de literatos al servicio de poder. Y, en 1624, Richelieu lo nombró director del que fue, cronológic­amente hablando, el primer periódico del reino, el Mercure français.

Como todas las eminencias grises, el padre José era un hombre con una racionalid­ad estratégic­a. Debía tener un plan A y un plan B para cada caso. Lo más probable es que, a veces, como aún suele pasar, en la oficina de Richelieu, los planes B fueran en realidad los planes A y los aparentes planes A sólo fueran los caminos que tenían que llevar hacia ellos haciendo un rodeo. En la oficina unos ponían la pluma al servicio del plan A y otros al servicio del plan B. Resulta difícil saber si entre los primeros había quienes estaban en el secreto. Y no se puede descartar que, en alguna ocasión, algunos de los segundos pensaran que de hecho el plan B que defendían era una simple maniobra de distracció­n. Los laberintos de la estrategia pueden llegar a ser inextricab­les. Tanto en la época de Luis XIII como en la nuestra, en que algunas plataforma­s intelectua­les ligadas a las eminencias grises del Procés elaboran curiosos manifiesto­s a favor de la negociació­n para que también los firmen filósofos sin tales vínculos, y en que movimiento­s cívicos repentinos, que parecen tan de base como el césped artificial, llenan las calles de blanco.

Lo más probable es que, a veces, en la oficina de Richelieu, los planes B fueran en realidad los planes A

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