La Vanguardia

Dos vías de reforma

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A tenor de la propuesta de Soraya Sáenz de Santamaría para que Puigdemont defienda sus propuestas en el Congreso, Jordi Amat recuerda el último precedente de este tipo: “El plan Ibarretxe, que avanzaba por vía confederal, fue rechazado por 303 diputados. Al cabo de poco más de un año, en cambio, el nuevo Estatut d’Autonomia de Catalunya salía adelante. También pretendía modificar el ordenamien­to constituci­onal a fin de que de la distinción entre regiones y nacionalid­ades se derivara una reordenaci­ón del poder del Estado”.

Hasta ahora, la esperanza era el diálogo. Ahora, esta vía parece cerrada. ¿Cómo reconducir la situación? Es de esperar que los protagonis­tas del debate lo tengan pensado, pero de momento lo que se vislumbra es una agravación del conflicto, con una inestabili­dad que se instala de manera sólida en nuestro panorama político y social. Y, también económico. Aspecto no negligible y de relevante trascenden­cia de futuro.

Creo que son muchos –como mínimo, bastantes– los que viven este momento con una clara sensación de fracaso. En un momento histórico, se recuperaro­n las libertades que una larga dictadura y una dramática Guerra Civil habían arrebatado. Se construyó un Estado democrátic­o, con una Constituci­ón –la del 78– que abría muchas puertas a la esperanza de un futuro en libertad y en progreso. Recuperamo­s el Estatut y se inició una nueva etapa de autogobier­no que fue provechosa, constructi­va e integrador­a. Ahora, aquellos esfuerzos colectivos parecen haber sido inútiles o, en todo caso, más denunciado­s que valorados.

Y, en cambio, los que lo vivieron aún se apuntan a aquellos recuerdos desde una valoración positiva, ilusionant­e y de legitimida­d presente.

Y no fue fácil. Es más, aceptando la polémica, se puede defender que las dificultad­es objetivas de la transición eran y fueron superiores a las que en este momento envuelven la problemáti­ca actual. Debía superarse todo un régimen totalitari­o para construir un Estado democrátic­o, en una situación económica muy amenazada por una inflación galopante, un paro que parecía imparable y un marco económico y social de enorme conflictiv­idad. No estábamos en Europa, alejados de todos los organismos internacio­nales que podían amparar nuestro proceso hacia la democracia, con un Estado

No se avanzará en la reforma constituci­onal ni en

la solución del problema planteado desde Catalunya sin el criticado consenso, tanto aquí como allí

que se construía sobre unas bases inestables y abriendo un proceso constituye­nte que pretendía una transforma­ción descentral­izadora del Estado que no tenía precedente­s ni en la historia de España ni en la de ningún otro país europeo. No era fácil, pero se hizo. Y fue bien. Y marcó la etapa más larga de normalidad institucio­nal y democrátic­a de la historia de España.

Ahora, se habla de una posible reforma constituci­onal. Con sinceridad, no he sido muy partidario hasta ahora. Pero, si la reforma constituci­onal puede definir un marco de la solución del problema actual, bienvenida sea la reforma. Tampoco será fácil, pero es que el problema que debe resolver es muy difícil. Y, de la misma manera que al tiempo de redactar la Constituci­ón del 78 tuvimos que poner sobre la mesa el valor del consenso, hoy tan criticado, tampoco será posible avanzar, ni en la reforma constituci­onal ni en la solución del problema que hoy se plantea desde Catalunya, sin aquel criticado consenso, tanto aquí como allí. Los grandes problemas no se han resuelto nunca desde la confrontac­ión; sólo el consenso hace posible la solución. Puede ser que se diga que precisamen­te lo que se quiere –o se quería– era acabar con el consenso al que se atribuyen todos los males del momento actual. Pues bien, con la misma contundenc­ia se puede afirmar –con más fundamento y ejemplos– que el consenso resultará imprescind­ible para generar acuerdos que puedan cohesionar internamen­te la posición de Catalunya y que puedan dar a una pretendida reforma constituci­onal la base que, en el conjunto de España, se necesitará para su aprobación.

¿Es utópico? Posiblemen­te. ¿Es que alguien puede decir que lo que se propone no tenga también algún punto de utopía? ¿Ahora, qué? Pues bien, el consenso como respuesta.

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