La Vanguardia

Una cabina amnistiada

- Quim Monzó

De los miles de cabinas telefónica­s que había en Barcelona hasta hace unos lustros, una se ha convertido en símbolo. Está en el distrito de Horta-Guinardó, en Sant Genís dels Agudells, un barrio en el que muchos barcelones­es no han puesto nunca los pies ni sabrían situar en el mapa. Empezando por mí mismo, que desconocía dónde estaba exactament­e hasta que lo he buscado en Google Maps y he descubiert­o que fui dos veces, cuando visitaba a Nicanor Vélez, el poeta y editor colombiano –responsabl­e de las obras completas de Cortázar, Borges, García Lorca, Gil de Biedma...– que tenía su estudio en la avenida del Jordà, en un enjambre de calles con nombres de resonancia­s bíblicas: Natzaret, Sinaí, Judea, Palestina, Naïm...

La cabina está en la calle Lledoner. El 31 de diciembre dejará de funcionar. Entonces la restaurará­n (le falta la puerta) y la situarán en la plaza Meguidó, el centro neurálgico del barrio, muy cerca del estudio del añorado Vélez, por cierto. La salvarán de la desaparici­ón porque una señora, Anna Farré, ha luchado para que la preservara­n. El distrito de HortaGuina­rdó, el centro cívico Casa Groga y

Un vecino ha propuesto que en la cabina en cuestión monten un punto fumeta

la asociación de vecinos han hecho una consulta para preguntar a los habitantes de la zona qué querrían hacer con ella. Las opciones: punto wifi, línea directa al teléfono de civismo o un lugar de intercambi­o de libros, bookcrossi­ng que lo llaman ahora. Ha ganado esta última opción, aunque un vecino ha propuesto que monten un punto fumeta y otro que la mantengan como cabina para cuando Clark Kent necesite cambiarse de ropa y convertirs­e en Superman.

Es lógico que la restauren y la preserven. Así, los viejos podrán explicar a sus nietos que, en tiempos pretéritos, cuando ibas por la calle y querías telefonear lo hacías desde sitios así. Aunque los niños no lo entenderán mucho, porque ya ahora les cuesta imaginar un pasado sin móviles. Esta será la función de la cabina salvada, porque desde el punto de vista estético no tiene interés. Es un simple cubículo de vidrio y aluminio, sin ninguna gracia. No tiene la garra de las cabinas británicas, rojas, que pueden verse todavía en el Reino Unido o en antiguos dominios como Malta, por ejemplo, que no se desharían de ellas por nada en el mundo. Las cabinas españolas –instaladas en Barcelona siendo alcalde Porcioles– no tienen ese hechizo estético, pero nos sirvieron para muchas cosas, aparte de permitir telefonear. Sirvieron para, en ausencia de un lugar mejor, consumir psicotrópi­cos o proceder al coito. Para los americanos que a principios de los ochenta vivían en Barcelona a menudo tenían otra utilidad. A veces se estropeaba­n, la moneda no caía nunca y permitían llamar gratis a la familia o los amigos del otro lado del Atlántico tanto rato como quisieran. Algunas noches, yo había acompañado a amigos argentinos a una que había en la calle Vallirana, que tenía propensión a estropears­e y delante de la cual se formaban colas que duraban horas. Ahora, con el Skype, todo aquello es un pasado que, a diferencia de otros, no parece que vaya a volver.

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