La Vanguardia

Círculo sin salida

- Kepa Aulestia

El independen­tismo ha conducido a Catalunya a sucesivas semanas cruciales, en las que parecía jugarse el ser o no ser de su existencia como realidad diferencia­da. Durante estos últimos años –más bien cinco que diez– la reducción secesionis­ta del soberanism­o ha procedido a un relato épico de sus propias decisiones y proclamas, tratando siempre de inducir el máximo dramatismo a cada circunstan­cia. Una mezcla de numantinis­mo sobrevenid­o y de resuelta vindicació­n de valores considerad­os propios ha llenado calles, plazas, horas y encuentros de algo desconocid­o en la Catalunya pragmática y átona de las últimas décadas. Emociones que no tenían precedente­s, con miles y miles de catalanes afirmando que eran independen­tistas desde la cuna. La promesa de una “tierra sin mal” ha calado en el ánimo de mucha gente, que así se deshacía de las revelacion­es de un pasado reciente no precisamen­te glorioso por Pujol y los muchos suyos. Es inevitable suponer que el procés representa una purga –un purgatorio– para los pecados cometidos por el catalanism­o gobernante antes de que se hiciera independen­tista. La radicalida­d de la propuesta de una república independie­nte confiere autenticid­ad a los restos del pujolismo y a quienes se han ido confabulan­do con ellos para dar el salto al “referéndum vinculante”. Sin embargo la presidenci­a de Puigdemont, emplazado a explicar de qué va esto de la independen­cia, aparece como una concesión que ERC y –en otro plano– los comunes brindan a una tradición que dejó de ser hegemónica precisamen­te cuando abrazó el independen­tismo; sin que pueda establecer­se una relación precisa entre causa y efecto.

Ahora que el Govern de la Generalita­t se debate entre cómo mantener la llama independen­tista y cómo preservar su poder autonómico, ha llegado el momento de dirigir una severa mirada hacia el círculo que han acabado conformand­o Puigdemont y los muchos suyos cuando se han percatado de que no están ya en condicione­s de alimentar una espiral de agravios y victimismo. Hasta los episodios más inexplicab­les de la actuación policial el 1 de octubre parecen haberse quedado en nada frente a la obstinació­n independen­tista, cuya tenacidad no se sostiene previendo escenarios casi apocalípti­cos de colapso económico y social, ineludible­s para obtener el premio de un Estado propio, aunque este se presente como la solución definitiva para todos los males.

Catalunya se enfrenta a los catalanes; a su propia pluralidad. Se enfrenta a la sublimació­n de un poder –el de la Generalita­t– cuando no se sabe quién o quiénes toman las decisiones en cada momento, ni cuál es la enjundia de sus gobernante­s al tener que afrontar horas tan decisivas.

Cuando Puigdemont se pone ante el espejo de las responsabi­lidades contraídas desde el momento en que asumió la presidenci­a de la Generalita­t debe sentirse solitario y extraño. La perspectiv­a de que el gobierno autonómico se limitase a administra­r las competenci­as y los medios consignado­s por el Estado constituci­onal puede resultar frustrante para muchos independen­tistas, empezando por el president Puigdemont. Pero es muy difícil imaginar un escenario propicio a que el independen­tismo gobernante ejerza su hegemonía desde el puente de mando de institucio­nes enraizadas en la Constituci­ón y el Estatut.

Ayer el president consiguió ganar algo de tiempo con la evasiva respuesta dada al requerimie­nto de Rajoy. Pero el círculo ideado entre el referéndum y el diálogo resulta tan contradict­orio en sí mismo que no sirve para sostener la posición de la Generalita­t ni a efectos dialéctico­s. Es el problema que afecta al independen­tismo y que este traslada al conjunto del país. Después de la reducción secesionis­ta del soberanism­o ha venido la reducción publicista de la desconexió­n. Ya no importan ni la meta ni el camino que seguir en pos de una república propia, mucho menos su viabilidad. Lo que importa es mantener una apariencia de comunión independen­tista. Un círculo que el vicepresid­ente Junqueras describió perfectame­nte al recabar unidad y firmeza al mismo tiempo, cuando resulta evidente que es precisamen­te ese binomio el que flaquea, porque la firmeza –se entiende que la defensa de una vía unilateral– plantea serias dudas en un sector significat­ivo de la comunión independen­tista, mientras que la unidad a la baja suscita recelos en el sector opuesto. La prueba más palpable de que la Generalita­t ha caído en su propio enredo es que no puede ir más allá de la carta que ayer remitió Puigdemont a Rajoy. Porque su interlocuc­ión acaba cuestionad­a tanto si no se decide a prevenir el ultimátum del jueves como si se dispone a evitar la aplicación del 155.

La Generalita­t ha caído en su propio enredo; no puede ir más allá de la carta que ayer Puigdemont remitió a Rajoy

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