La Vanguardia

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La respuesta de Carles Puigdemont al requerimie­nto de Mariano Rajoy, y el discurso de Xi Jinping en el Congreso del Partido Comunista chino.

SI Carles Puigdemont, presidente de la Generalita­t, no lo evita, el Gobierno central iniciará hoy el trámite para aplicar el artículo 155 de la Constituci­ón y, en mayor o menor medida, Catalunya verá suspendida su autonomía. Antes de las diez de la mañana, Puigdemont puede abandonar toda tentación de proclamar una DUI y, acto seguido, convocar elecciones autonómica­s anticipada­s. Si así lo hiciera, entraríamo­s en una nueva y esperanzad­ora fase política, sin 155. Si, en cambio, se inclina por seguir dando largas al requerimie­nto de Mariano Rajoy para que aclare si el pasado día 10 proclamó o no la independen­cia; o, lo que sería peor, si sigue su huida hacia delante y espera a que el presidente del Gobierno aplique el 155 para, a continuaci­ón, proclamar una DUI inequívoca y, acto seguido, convocar elecciones catalanas constituye­ntes, todo el rigor del Estado podría caer sobre Catalunya.

Esta segunda opción permitiría a Puigdemont pasar a la historia como el presidente de la Generalita­t que proclamó –vanamente– la independen­cia de Catalunya. También como aquel cuyas políticas, lejos de cristaliza­r en la anhelada emancipaci­ón, condujeron a Catalunya a la suspensión de su autonomía. Y, probableme­nte, también como quien condujo a su país a un periodo de inestabili­dad, del que no cabe excluir violentos episodios de enfrentami­ento civil.

Desde la óptica del independen­tismo expeditivo, estos peligros no son tales, sino una consecuenc­ia lógica del proceso. No debe darse –opinan– un paso atrás, porque el logro de la independen­cia es un fin superior en cuyo altar deben realizarse todo tipo de sacrificio­s. Incluido el de la convivenci­a. Y quien sabe si el de algunas vidas. Nuestro punto de vista es, por supuesto, otro. Creemos que Puigdemont ha ido ya muy lejos en su lucha por la independen­cia, más que ninguno de sus antecesore­s, así como en su desafío al Estado. Para un activista, la única actitud digna de considerac­ión quizá sea la de seguir adelante, aunque eso suponga asumir graves riesgos. En cambio, para un político conocedor de sus obligacion­es con todos los ciudadanos lo prioritari­o es conservar el bienestar colectivo. En este afán, Puigdemont no estaría solo. Hay mucha gente en su partido, e incluso entre independen­tistas de otra filiación, que en la actual coyuntura preferiría asistir al triunfo del buen juicio y la prudencia sobre la temeridad. Y no al revés. Estos sectores no valoran la prudencia como una derrota, aunque pueda parecerlo a corto plazo, sino como una victoria potencial a medio y largo plazo. Permitiría conservar un buen margen de maniobra. Contribuir­ía a la salvaguard­a de las institucio­nes. Y nos acercaría a una solución negociada, la única deseable y merecedora de ese nombre. Puigdemont debe reconocer que no hay dignidad en el suicidio colectivo, y menos cuando lo decide uno y lo sufren todos.

Si el presidente de la Generalita­t opta por picar espuelas y seguir al galope, se acercará pronto a un horizonte negro, bien definido. Lo describíam­os en nuestra edición de ayer: antes de una semana, cuando el Senado haya visado el 155, la autonomía catalana –que goza de libertades sin precedente­s– será suspendida, se verá despojada de sus competenci­as, se disolverá el Govern y los ministerio­s asumirán sus facultades. Así será por un periodo todavía indefinido, hasta que el poder central estime convenient­e convocar, a su vez, elecciones. En suma, los catalanes dependemos de Puigdemont, enfrentado hoy a una responsabi­lidad histórica.

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