La Vanguardia

Noticias olvidadas

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La informació­n cae fácilmente en el olvido haciendo desaparece­r de las páginas de informació­n temas como el drama de los inmigrante­s que dejan sus sueños -y sus vidas- en las fronteras de Europa, tal como nos recuerda Jordi Amat: “Fuera del espectácul­o parece que nada exista. Si hace un par de años todo el continente vivía el desafío de los refugiados con desasosieg­o, ahora ya nadie enfoca las fronteras. Sin portadas, el mundo mira hacia otra parte. Pero la ausencia de imágenes no equivale a la resolución de un problema que, quizás como ningún otro, impacta e impactará en nuestra realidad”.

Aprincipio­s de este octubre que no se acaba nunca y que acabará mal, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó al Gobierno español. Ha sido, sí, como consecuenc­ia de una acción ilegal realizada por la Guardia Civil. La denuncia la motivó lo sucedido un día concreto en la piel de la frontera. No era la primera vez que se producían hechos punibles como aquellos ni tampoco sería la última. Fue un día más. Y aún otro. Y otro. Porque hace exactament­e tres lustros que la misma vergüenza impotente se repite. Esta es una historia desoladora que esconde la reacción occidental más oscura a la amenaza real que comporta la llegada masiva no de los perdedores de la globalizac­ión sino de los miserables del nuevo orden. No hay soluciones mágicas para la civilizaci­ón que se está refundando y de la que ellos no quieren volver a quedar marginados, pero tampoco hacen falta medidas inhumanas.

El 13 de agosto del 2014 un ciudadano nacido en Mali y otro provenient­e de Costa de Marfil fueron detenidos cuando intentaban saltar y atravesar la doble valla que en Melilla separa Marruecos de España. Hacía sólo un año que el Ministerio del Interior –presidido entonces por el afin dor Jorge Fernández Díaz– había repuesto cuchillas en la parte alta de aquellas redes de alambres para malherir a las personas que lo arriesgan todo, incluso su vida, para huir de la tragedia de sus países. Hacía pocos meses que 14 migrantes habían muerto en la playa del Tarajal en Ceuta cuando intentaban llegar nadando a territorio español. También hacía mucho, pero mucho tiempo, que aquellas dos personas, como tantas, esperaban encima del monte marroquí del Gurugú, contemplan­do la tierra de su esperanza. Llaman a las puertas del cielo: nuestra casa del bienestar. Aquel día de verano del 2014 decidieron dar el paso. Pero los dos subsaharia­nos fue ron detenidos por agentes de la Guardia Civil, que automática­mente los retornó a Marruecos. Sin más. Sin ofrecerles traductor ni asistencia médica. Sin que pudieran recurrir a un abogado. Sin comprobar su identidad.

Esta acción policial encaja con lo que se ha tipificado como una “expulsión en caliente”: los inmigrante­s son expulsados al instante, sin que se les apliquen las proteccion­es que la ley de Extranjerí­a les debería garantizar. Por eso este tribunal ha condenado al Gobierno a pagar 5.000 euros a cada una de esas dos personas. Y además lo vuelve a presionar para que suprima la disposició­n de la ley de Seguridad Ciudadana en virtud de la cual el Gobierno Rajoy pretendió legalizar unas expulsione­s que, como han reiterado varias comisiones de juristas, son una amenaza real para la preservaci­ón de los derechos humanos.

La sentencia de Estrasburg­o, asumida unánimemen­te por todos los miembros del tribunal, fue dictada el pasado 3 de octubre. Aquel día aquí vivíamos una jornada de huelga, presentada como un paro de país y organizada por la Taula per la Democràcia. Rodando sin control dentro del tornado de la crisis institucio­nal española, la noticia de la conde- na a nuestro Gobierno pasó sin pena ni gloria. Lógico. Es la lógica de la informació­n como variante de la cultura del espectácul­o, que funciona casi como un excitante del debate público del que el procés nos ha convertido en adictos. Fuera del espectácul­o parece que nada exista. Si hace un par de años todo el continente vivía el desafío de los refugiados con desasosieg­o, ahora ya nadie enfoca las fronteras. Sin portadas, el mundo mira hacia otra parte. Pero la ausencia de imágenes no equivale a la resolución de un problema que, quizás como ningún otro, impacta e impactará en nuestra realidad.

Lo pensaba mientras leía Calais de Emmanuel Carrère. Es un reportaje muy bueno. Lo acaba de traducir Anagrama en su recién estrenada colección de cuadernos. Durante meses en aquel municipio costero del norte de Francia hubo instalado un campamento de refugiados. Los refugiados estaban allí porque querían saltar a Inglaterra. Fue allí, en una de sus paredes y junto a precarias tiendas de campaña, donde el activista Banksy hizo una de sus intervenci­ones: dibujó un grafiti de Steve Jobs llevando una vieja computador­a en una mano y en la otra un fardo cargando con sus pertenenci­as. El año pasado Carrère –probableme­nte el autor más importante de la literatura de no ficción europea– estuvo un par de semanas en Calais. Su objetivo no era tanto describir qué pasaba dentro de la Jungla, como popularmen­te se llamó el barrio de barracas mayor de Europa, sino tratar de comprender el impacto de aquella realidad en una población empobrecid­a, desbordada por la situación.

Aquello que Calais representa, no como símbolo sino como realidad, es nuestro problema como también lo es el tornado institucio­nal que nos acapara. La escala es diferente, pero no su marco de resolución. Son derivadas de un mismo cambio de orden mundial donde la Unión, tal como lo habíamos imaginado, se tambalea. Afrontando los problemas, al fin, lo que se debería ir articuland­o es una nueva concepción de la ciudadanía en Europa en la compleja cotidianid­ad de la globalizac­ión.

Afrontando los problemas lo que se debería ir articuland­o es una nueva concepción de la ciudadanía en Europa

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JOMA

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