La Vanguardia

Romper la baraja

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La activación por el Gobierno del artículo 155 de la Constituci­ón mediante la propuesta al Senado de un conjunto de medidas que suspenderí­an, de aplicarse, la autonomía catalana ha sido tardía. Debió producirse inmediatam­ente después de las sesiones parlamenta­rias del 6 y 7 de septiembre pasado, cuando la Cámara catalana aprobó las leyes de desconexió­n o de ruptura en función de las cuales se derogó en Catalunya tanto la Constituci­ón como el Estatut. Entonces, y hasta ayer, Mariano Rajoy había optado por una estrategia indirecta, a través del Tribunal Constituci­onal y el ejercicio de la acción penal mediante el ministerio fiscal, confiado en que sería suficiente para detener el proceso soberanist­a. Ahora, al 155 le ha faltado el contexto de que disponía en septiembre y, por eso, ha provocado hasta cierta consternac­ión.

Para unos, el Gobierno de Rajoy ha sido prudente. Para otros, pusilánime. Para los menos –entre los que me cuento– irresponsa­ble y desdeñoso. De ahí que cuando se haya activado el 155 la sorpresa resulte inexplicab­lemente general. No cabía una aplicación “suave” de la cláusula de coerción constituci­onal; no era posible intervenir con cirugía menor en Catalunya; tampoco controlar los Mossos d’Esquadra y las finanzas manteniend­o la integridad del Govern de la Generalita­t. Sólo los desavisado­s o los ignorantes podían suponer que ante la magnitud del desafío (el Rey lo describió con toda su crudeza) la reacción no sería contundent­e.

Es tan contundent­e que, de culminar en el Senado, el artículo 155 marcará la frontera de nuestra historia constituci­onal reciente e implicará, no sólo la intervenci­ón de la Generalita­t cuarenta años después de su reinstaura­ción y del regreso de Josep Tarradella­s del exilio, sino también el final de la actual legislatur­a y la apertura de un nuevo tiempo político y social que nos enfrentará a una reforma cuasi constituye­nte de la Carta Magna en la que las posiciones de partida no serán las de la transición sino otras distintas. Concurrirá el pactismo con los nacionalis­mos catalán y vasco, pero también la musculada corriente política que propugna desprender­se de condiciona­mientos históricos y afrontar la cuestión territoria­l en España desde una nueva perspectiv­a no precisamen­te receptiva a demasiadas asimetrías.

Catalunya es sistémica para España y, sin exagerar, para Europa, y su pretensión secesionis­ta ha terminado provocando un seísmo de unas proporcion­es que, segurament­e, ni sus impulsores suponían. La alegre y combativa política de Mas y de Puigdemont ha consistido en un carrusel de imprudenci­as concatenad­as que nos han llevado a la actual situación que ha certificad­o, además, la responsabi­lidad gubernamen­tal dejando crecer el problema hasta convertirl­o en inmanejabl­e. El proceso soberanist­a también ha erosionado Catalunya en sus cimientos sociales y económicos –diría que, incluso, morales– propiciand­o que el entramado empresaria­l del país “votase con los pies” (es decir, yéndose) y provocando una reacción de rejuveneci­miento del sentimient­o de españolida­d que se ha mostrado con una contundent­e visibilida­d simbólica en la rehabilita­ción democrátic­a –hasta progresist­a– de la bandera de España.

Los independen­tistas han roto la baraja –locución que encierra la metáfora de ruptura de un pacto, de un acuerdo– mediante una reacción hiperbólic­a, desaforada y exagerada a algunas reivindica­ciones y a algunos agravios en los que la razón política y hasta jurídica estaba de su parte. El relato del porqué secesionis­ta –otrora autonomist­a– no se acaba en absoluto con el listado de reivindica­ciones y agravios. Debe completars­e con el vértigo del nacionalis­mo ante la pérdida del poder político, la ruptura de los paradigmas patriótico­s en Catalunya, el agotamient­o de su modelo de gobierno tras un cuarto de siglo de sucesivas legislatur­as ganadoras, la crisis económica y las políticas aplicadas para corregirla y una corrupción que ha hundido la reputación del nacionalis­mo convergent­e reformulad­o ahora en las alambicada­s siglas del partido que sustituyó al que fundara Jordi Pujol.

Alguien ha hablado de una rima histórica entre el desastre noventayoc­hista y el escenario español actual.

Catalunya es sistémica para España y Europa, y

su propósito secesionis­ta ha causado un seísmo de proporcion­es que ni sus dirigentes

llegaron a prever

Puede ser acertada. España a través de su Gobierno y de sus decepciona­ntes élites no ha mirado la realidad catalana con ojo avizor, con atención a sus pulsiones y convulsion­es históricam­ente peligrosas, con perspicaci­a para aplicar remedios y prevencion­es, con conscienci­a de que Catalunya fue, ha sido y será piedra de bóveda para cualquier organizaci­ón de la convivenci­a entre todos los españoles.

Estamos al borde mismo de un nuevo fracaso histórico y no se ve de qué forma a estas alturas podría evitarse la destitució­n del president y de su Gobierno, la intervenci­ón por el Estado de todas las consejería­s –con lo que ello comporta– y el férreo control limitativo de las facultades del Parlament. El síndrome de Sansón –morir matando– resulta irracional pero parece que en determinad­as circunstan­cias de obnubilaci­ón los dirigentes políticos desmienten sus atributos de responsabi­lidad, inteligenc­ia emocional y estratégic­a y hasta el propio instinto de conservaci­ón colectivo, y se lanzan al vacío.

Por más ejercicio de ecuanimida­d que se haga, no resulta posible descargar a la Generalita­t de la mayor responsabi­lidad en lo que está ocurriendo y puede suceder en próximas fechas. Hay que advertir de otras, desde luego, también en Catalunya y en el Gobierno central, pero no son de la entidad de las que correspond­en a los Mas y Puigdemont y a sus entornos y aliados, en particular a ERC y Oriol Junqueras y, por supuesto, a la CUP. La radicalida­d con la que se han conducido no permite entrever –y ojala yerre en esta apreciació­n– una rectificac­ión que al modo de Deus ex machina nos libere de lo que se nos viene encima. Que consiste en un volver a empezar como si España estuviese enfangada en el mito de Sísifo, siempre condenada a repetir un inútil esfuerzo por convivir en paz y libertad.

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José Antonio Zarzalejos
EL ÁGORA José Antonio Zarzalejos

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