Prisioneros de la retórica belicista
Cuando el frentismo impone la jerga militar, conviene recordar que hacer política es pactar renuncias. En la Europa de los Erasmus, el turismo y los carriles bici resulta anacrónico ese “ni un paso atrás” que se esgrime en los dos lados de la crisis catal
El lema Ni un pas enrere (ni un paso atrás) suele esgrimirse en las manifestaciones independentistas, pero el mensaje que implica –no hay que ceder ni un ápice– es extrapolable al discurso de las otras partes implicadas en esta crisis política. Su empleo es comprensible en un momento de gran exigencia emocional.
Y eso que el origen de la consigna es más bien siniestro: la frase figuraba en la orden 227 promovida durante la Segunda Guerra Mundial por Joseph Stalin para frenar las deserciones masivas en el Ejército Rojo. En la práctica, suponía crear batallones penitenciarios que combatían en primera línea como auténtica carne de cañón y que se nutrían de soldados que habían sido pillados cuando huían del frente. Eso, si no eran directamente fusilados en aplicación de la misma orden, que es el final que tuvieron un millar de militares acusados de cobardes por sus mandos.
En el frentismo de hoy en día, por suerte, no se dispara con armas de fuego, pero los proyectiles de los kalashnikov han sido sustituidos por tuits con los que se castiga al correligionario que ha acabado convertido en disidente.
Los tuits son las balas y los retuits los obituarios que de usuario en usuario rebotan hasta los confines del ciberespacio.
Es el riesgo que conlleva reciclar las consignas bélicas para apelar –generalmente en un gesto a la desesperada– al factor emocional de toda discrepancia. Los lemas los carga el Diablo; en este caso, el dictador Stalin, que viene a ser lo mismo.
La sobredosis de emociones nos impone una lógica de guerra en un momento en que los valores cívicos deberían servirnos de marco único de referencia para interpretar la realidad. Más que ni un paso atrás, la consigna que se impone ahora es muchos pasos atrás. Tantos como haga falta para regresar al momento anterior a aquél en que cada una de las partes en conflicto tomaron decisiones que con el tiempo han demostrado ser difícilmente reversibles.
Este deseable aunque improbable reset nos llevaría, en el caso del Gobierno de Mariano Rajoy, hasta los días en que aún estaba a tiempo de reaccionar con decisiones políticas al exponencial crecimiento del independentismo. Se hubiera ahorrado así el bochorno internacional de las cargas policiales y la tentación de aplicar el artículo 155 de forma inclemente abriendo así una nueva etapa del conflicto de efectos imprevisibles. Pero también el impulso de prolongar la crisis catalana para agudizar la descomposición interna del soberanismo y para que la rivalidad entre Madrid y Barcelona se decante para siempre en favor de la capital española. Una tentación que en el entorno mediático madrileño parece irresistible si, a cambio, España sólo tiene que sacrificar unas cuantas décimas del PIB.
En el lado independentista, el reset nos resituaría en la noche electoral del 2015, cuando se supo que, aunque por escaso margen, el soberanismo había perdido las plebiscitarias. Además de un via crucis judicial colectivo, los líderes del procés, de haber leído bien aquel resultado y de no haberse entregado a la CUP, se hubieran ahorrado, entre otras cosas, pasar a la historia como el Govern bajo cuyo mandato las economías barcelonesa y catalana han sufrido la mayor descapitalización de la historia reciente. Por no hablar del enfrentamiento civil que se avecina de no mediar un improbable gesto de prudencia por ambas partes.
El ambiente está tan sobrecargado de épica que cualquier paso atrás, en lugar de ser considerado una adaptación a una nueva realidad, es tachado de humillación. Este, por cierto, es otro concepto que evoca cuitas bélicas: releer esa joya de Robert Graves que es su Adiós a todo eso es comprender hasta qué punto la acción de humillar es recurrente en un contexto de guerra.
Hoy, entre los más aguerridos defensores del procés, no se concibe un paso atrás que no sea una humillación, mientras en el lado no independentista abundan quienes no saben disimular su deseo de humillar.