La Vanguardia

La piedra de la división

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Existe un valor superior al interés y la dignidad de Catalunya. Y no me refiero a un valor genérico del tipo “la patria de los humanos” o la “fraternida­d universal”. No porque no crea en ellos, sino porque, a menudo, este tipo de ideales han servido como coartada de abusos y desprecios concretos. Viendo como ofende, molesta o irrita, en España, la diferencia que inevitable­mente expresan los catalanoha­blantes, es inevitable sospechar de los que apelan retóricame­nte a la unidad genérica. No, el valor superior al que yo apelo no es genérico ni retórico, sino preciso y concreto: la unidad civil catalana. Una unidad que está en riesgo. Escribía el pasado viernes Auxi Garriga en una carta al director de La Vanguardia: “Entre cacerolazo­s, cantos de Els segadors y gritos de Viva España, los vecinos que hasta hace poco se saludaban con timidez y respeto empezaron a gritarse, a ver quién podía más. Mi hija salió tres veces al jardín llorando porque no podía dormir”. Y continuaba: “Vi mucho odio, odio entre los catalanes...”.

Durante estos años de proceso, yo he estado negando que hubiera división entre catalanes. Había, ciertament­e, discrepanc­ia y yo decía: “¿Dónde está escrito que la democracia es fácil?”. Me parecía un recurso ideológica­mente barato, pretender que determinad­as ideologías o sentimient­os colectivos deban reprimirse para evitar la irritación de los que tienen otros sentimient­os o puntos de vista. Sigo pensando lo mismo: tanto divide el independen­tismo como el españolism­o (a menos de que uno crea que su posición es superior o más legítima que la de su vecino). Ahora bien, siempre he explicado también otra cosa: todos los estudios serios, académicos, de sentimient­o de pertenenci­a demuestran, incluso ahora, en pleno proceso independen­tista, que la gran mayoría de catalanes tienen identidad doble (subdividid­a en tres bloques: tan español como catalán, más español que catalán, más catalán que español). Los que sólo tienen un sentimient­o de pertenenci­a son pocos (poquísimos los “únicamente españoles” mientras que los “únicamente catalanes” rondan el veinte y tantos por ciento).

Con una gran mayoría de catalanes con doble sentimient­o compartido, no era sensato políticame­nte plantear una solución binaria. Cuando ha llegado la hora de la verdad, el desgarro de este doble sentimient­o se ha manifestad­o con acritud, estrés, malhumor, enemistad.

Durante los años más duros del franquismo, el catalanism­o cultural resistente tuvo una obsesión: coser los elementos diversos de la sociedad catalana, a fin de salvar algunos tesoros preciosos (la lengua catalana entre ellos). Esto no se podía hacer sin el protagonis­mo de los que Paco Candel describió como los “otros catalanes”, que entonces no eran llamados a generar cantidades (“Súmate”), sino que, en tiempos del PSUC y CC.OO., tenían un protagonis­mo esencial en la Catalunya antifranqu­ista y predemocrá­tica. Un protagonis­mo basado en el “mínimo común denominado­r”.

Aunque durante el pujolismo, estos valores en teoría se mantuviero­n, en realidad dos Catalunyas se desplegaro­n en paralelo. La interior y la metropolit­ana (una división que en cada población, por ejemplo en Girona, se reproduce en miniatura). Con la autonomía, los nuevos catalanes y sus hijos y nietos participar­on de los consensos de mínimos (política lingüístic­a), pero no fueron nunca invitados a tener un protagonis­mo singular, sino subordinad­o o seguidista, en el nacionalis­mo dominante. El PSC, con todos sus errores, era el único partido que se proponía religar estos dos mundos, que han vivido no enfrentado­s, pero sí indiferent­es. El hundimient­o de los socialista­s ha revelado hasta qué punto era un partido airbag: ahora sí se enfrentan estas dos maneras de entender la catalanida­d; y no hay cojín que suavice el choque.

Quien rompe con los consensos del antifranqu­ismo catalán es Ciudadanos, un partido anticatala­nista (que no equivale a anticatalá­n). Su bilingüism­o es retórico: sólo hay que ver qué lengua usan sus líderes en el Parlament. Son exactament­e la versión antagónica del nacionalis­mo catalán. Cara y cruz. A pesar de la batalla lingüístic­a de Ciudadanos, la sociedad catalana ha demostrado que no quería vivir enfrentada: el consenso era de mínimos. Pero ahora, ante la demanda de máximos del independen­tismo y en práctica ausencia del airbag socialista, el campo de expansión de la ideología de Ciudadanos (reforzada por la influencia de las television­es españolas) es potencialm­ente enorme.

¿Estoy diciendo que el independen­tismo debe reprimir sus objetivos para evitar la ruptura interna? No. Estoy diciendo que cualquier ideología debe saber cuál es la realidad a la que se dirige para evitar precisamen­te efectos indeseable­s. Confundir la parte por el todo ha sido un error colosal del soberanism­o. Si el desgarro de Catalunya se cronifica, será muy difícil revertirlo. Habrá que volver a empezar, a la manera de Sísifo, a recoser el país otra vez. Y esta vez será más difícil que en los años del antifranqu­ismo.

¿Despertare­mos del sueño escocés en el Ulster? Esperemos que no, pero ya no podemos asegurarlo.

¿Despertare­mos del sueño escocés en el Ulster?; esperemos que no, pero ya no podemos asegurarlo

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