El retorno de Carner
Tampoco él “no venía de la muerte ni del sufrimiento sino de la luz y la felicidad”. Hacía más de treinta años que estaba en el exilio, primero en México y después en Bélgica. Y ahora volvía. Cuando ingresó en la carrera diplomática, en 1921, era –según Pla– el primer periodista de su época, el primer poeta, el primer orador, el primer conversador. Y ahora volvía, como un mito viviente, Josep Carner, “el príncipe de los poetas”.
Había sido cónsul en Génova, en Beirut. El final de la Guerra Civil le cogió en la embajada de la República en París. Y ahora volvía. Vivía en Bruselas, con una modesta pensión, no de diplomático sino de exprofesor de la Universidad Libre. Hacía poco que había tenido que mudarse a un piso más económico. Sabiéndolo candidato al Nobel, un desalmado escribió a la Academia Sueca denunciando que vivía en la “opulencia” ...
Era ya muy mayor, octogenario. Y ahora volvía, desmemoriado y sonriente. Fue el 3 de abril de 1970, un día soleado, de viva luz mediterránea. Le fuimos a recibir al aeropuerto un centenar de personas. Yo estaba allí, a mis veinte años, junto a compañeros como Xavier Garcia y Joan Crexell. Sosteníamos una pancarta: “Bienvenido a Cataluña”. Estaban también los Manent, Faulí, Cadena, Jordi Mir ... Con sombrero y bufanda, Carner lloraba de emoción. Su coche fue acompañado por una caravana de vehículos hasta su hotel en Barcelona.
Alguien había insinuado que ese año se llevaría el Premio de Honor de las Letras Catalanas. Pero le fue concedido al barbudo y combativo Joan Oliver, Pere Quart, a quien a los pocos días veríamos levantando los brazos, enardecido, de pie en el ring del Price, invitando a los congregados en el Primer Festival Popular de Poesía Catalana
Yo estaba en el aeropuerto, el 3 de abril de 1970, para recibir a Josep Carner, que lloraba de emoción
a gritar con él “Libertad !, Libertad !, ¡Libertad! ...”. Mientras que Carner, sin memoria, ya era un hombre acabado y un poeta fuera de época.
Pla le adjectivaba de “hiperbólico y frívolo”. Y los combatientes de los Quaderns de l’exili –Sales, Galí, Ferran de Pol– lo habían señalado entre los irónicos “órsidas” culpables de irresponsabilidad histórica. Pero si había sido un hombre eminente, cultísimo, un cerebro excepcional, ahora, devorado por el alzheimer, “sólo conserva una manera casi normal el don del cumplimiento” –como anota Serrahima en su dietario.
Es sobre este contraste entre lo que representa el mito y su decadencia física que Carles Casajuana ha construido una ficción que podría haber tenido mucho más de esperpento valleinclanesco. El retorn es el retorno de quien, como el mismo narrador, se pregunta si “quería volver a la Barcelona que había conocido o si en realidad no quería algo aún más imposible: volver a ser lo que había sido en aquella Barcelona desaparecida, volver a tener veinte, treinta, cuarenta años, revivir los años de gloria”. Que para los de nuestra generación, la de Casajuana y mía, vendrían a ser los años de gloria que, de jóvenes, vivimos con Pasqual Maragall o Adolfo Suárez ...