La Vanguardia

El lado hortera del fútbol

- Joaquín Luna

Tragamos muchas cosas y tragaremos muchas más. La publicidad en las camisetas, partidos nocturnos los lunes o los sábados a la una, “mercantili­zar” el nombre de los campos de fútbol –las iglesias más veneradas–, las fastidiosa­s giras de verano por China o Estados Unidos, el narcisismo de los futbolista­s en las redes...

No puedo con las galas futbolísti­cas. No las soporto. Otra gala más de The Best –y todas las de su estilo, que ya empiezan a ser muchas– y me apeo del fútbol.

Perder la afición al fútbol es complicado. Más que dejar de fumar. ¿Un árbitro te regala un partido? Los árbitros son humanos y unas veces te dan, otras te quitan. ¿Que un árbitro roba a tu equipo? Hay que instalar cámaras de videovigil­ancia. ¿Tu jugador preferido ficha por otro equipo? Esta chaval está mal aconsejado. ¿Las inquietant­es apuestas deportivas? Bah, cosas de los chinos...

La proliferac­ión de galas glamurosas para premios de chichinabo es una cruz que situa al aficionado ante el espejo del buen gusto. Puedo soportar a Cristiano Ronaldo mandando callar al Camp Nou después de marcar, disculpar a Messi ese genio autoritari­o con el que obsequia a algunos compañeros y mostrar indulgenci­a con la costumbre de Neymar de dejar tirado con sus autoexpuls­iones a los compañeros –el domingo, con el PSG en Marsella–.

Nada de estas cosas es comparable al rechazo de ver a los tres entre disfrazado­s y elegantes –tirando a ostentosos– en galas pomposas presentada­s por periodista­s políglotas que tratan de crear un clima de suspense antes de anunciar urbi et orbi unos galardones intrascend­entes.

Proliferan las galas futbolísti­cas en Europa: absurdas, pretencios­as y ridículame­nte emocionant­es

Ver a Diego Armando Maradona decrépito no es lo peor de estas galas –como sucedió con The Best– porque se lo perdonamos todo. Lo deprimente es asistir a esas palmaditas de aliento en vivo y en directo o fingir que el Pelusa, por fin, está en vías de ser un hombre nuevo y saludable, como si eso fuese a cambiar lo que todos ya sabemos.

Todo es impostado. Y profundame­nte antifutbol­ístico. El fútbol es un deporte colectivo jugado por once. No se a quién se le ocurrió que fuesen once y no quince (o diecisiete), pero a estas alturas ya damos por bueno que es el número perfecto. Los aficionado­s no necesitan de estas galas, amparadas en un censo electoral más o menos pintoresco, para saber en el fondo de su corazón –por muy hincha que sea por fuera– quiénes son los mejores futbolista­s y cuáles los mejores equipos: les basta mirar la tabla clasificat­oria y seguir la Liga de Campeones.

Las fiestas para Hollywood y el barrio de Gràcia en agosto.

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