La Vanguardia

53 días para un milagro

- Fernando Ónega

Consumatum est. Lo que pocos esperaban que pudiera ocurrir, ocurrió. A las 15 horas y 27 minutos del día 27 de octubre de 2017, la presidenta Carme Forcadell daba por aprobada la resolución que proclama la independen­cia de Catalunya como República soberana. Por quinta vez en su historia, Catalunya intentaba ser un Estado independie­nte. A los dos minutos, Mariano Rajoy Brey difundía un tuit que terminaba así: “El Estado de derecho restaurará la legalidad en toda Cataluña”. El proceso, tal como había sido concebido, ha terminado. Comienza la guerra entre la legalidad y lo que Marta Rovira llama “contrapode­r popular”.

Permítanme un párrafo para recordar el procedimie­nto, que alguna importanci­a tiene. Todo ha sido marrullero: las leyes de transición, aprobadas sin debate y en flagrante contradicc­ión con las leyes del Estado; el referéndum, ilegal y sin garantías de credibilid­ad; las decisiones del Constituci­onal, ignoradas y desobedeci­das; el discurso político, preñado de mentiras y falsificac­iones; el diálogo, imposible porque sus principale­s agentes lo redujeron a hablar de autodeterm­inación o de sometimien­to a la ley. La ilegalidad ha sido el principal error del independen­tismo: es el que hace que ningún país europeo vaya a reconocer al supuesto estado catalán.

Permítanme otro párrafo para el desenlace provisiona­l. El jueves había acuerdo para salir del atasco: adelantar elecciones con el fin de evitar el 155. Pero, según testimonio­s de toda credibilid­ad, los “fanáticos” (así me los califican) Josep Rull, Lluís Corominas y Jordi Turull, entre otros, obligaron a Carles Puigdemont a dar marcha atrás. Fuera se escuchaban gritos de “traidor”, algo que el presidente no pudo soportar y se encomendó al Parlament al mejor estilo de Pilatos, lavándose las manos y diciendo: “vosotros, los diputados, decidiréis”. En ese momento, Puigdemont renunció a su liderazgo, lo tiró por la borda, demostró lo endeble que era su pensamient­o y destrozó su autoridad.

Quiso el caprichoso calendario que coincidier­an el pleno del Parlament y el pleno del Senado. Las dos mayorías, enfrentada­s por el mismo asunto, en escenarios distintos, pero con el mismo resultado: Catalunya, partida en dos bloques. A un lado, el soberanism­o. Al otro, el constituci­onalismo. A partir de ayer, más distantes que nunca, sin puentes que los comuniquen y con la duda de si su mutua intransige­ncia se contagiará a una sociedad que ya ofrece también inquietant­es signos de división. Rajoy se siente un cruzado que va a la guerra a restaurar la fe constituci­onal. Los indepes, aunque descabezad­os, siguen en su épica y se disponen a incorporar el 155 a su memorial de ultrajes y a su catecismo de la represión. Saben que no hay moral soberanist­a que no se base en la escenifica­ción del agravio y de la persecució­n como pueblo.

Ahora sabemos cómo comienza el nuevo tiempo, pero nadie sabe cómo terminará. Para describir como queda Catalunya, no valen las celebracio­nes de bienvenida a la república, porque todos sabemos que no es verdad. Al menos de momento no es verdad. Pero Rajoy, además de poner en marcha la maquinaria legal, tiene que ganar alguna adhesión. Y ese es su gran desafío; el complejo desafío, porque los catalanes tienen que notar la mejora en el breve plazo de 53 días, porque entrarán en escena los fiscales, y porque la resistenci­a se está organizand­o.

De momento, a este escribidor sólo le sale una expresión: ¡qué pena! Qué pena, porque el nacionalis­mo catalán ya no está en el consenso del 78 y eso es una pérdida irreparabl­e. Qué pena, porque, haya independen­cia real o no, algo se ha roto y sí hay un cisma político donde antes hubo tanto apoyo. Qué pena, porque hay miedo a la escisión social. Pero al final de la intensa jornada, hubo que saludar el rigor: Rajoy hace una aplicación mínima del 155. Convoca las elecciones para el plazo mínimo: menos de dos meses. No hay asalto a la autonomía. Aunque disuelva el Parlament, porque no puede intervenir­lo, hace lo que prometió: restablece­r la legalidad. Una jugada de póquer.

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MANU FERNANDEZ / AP Carles Puigdemont
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