53 días para un milagro
Consumatum est. Lo que pocos esperaban que pudiera ocurrir, ocurrió. A las 15 horas y 27 minutos del día 27 de octubre de 2017, la presidenta Carme Forcadell daba por aprobada la resolución que proclama la independencia de Catalunya como República soberana. Por quinta vez en su historia, Catalunya intentaba ser un Estado independiente. A los dos minutos, Mariano Rajoy Brey difundía un tuit que terminaba así: “El Estado de derecho restaurará la legalidad en toda Cataluña”. El proceso, tal como había sido concebido, ha terminado. Comienza la guerra entre la legalidad y lo que Marta Rovira llama “contrapoder popular”.
Permítanme un párrafo para recordar el procedimiento, que alguna importancia tiene. Todo ha sido marrullero: las leyes de transición, aprobadas sin debate y en flagrante contradicción con las leyes del Estado; el referéndum, ilegal y sin garantías de credibilidad; las decisiones del Constitucional, ignoradas y desobedecidas; el discurso político, preñado de mentiras y falsificaciones; el diálogo, imposible porque sus principales agentes lo redujeron a hablar de autodeterminación o de sometimiento a la ley. La ilegalidad ha sido el principal error del independentismo: es el que hace que ningún país europeo vaya a reconocer al supuesto estado catalán.
Permítanme otro párrafo para el desenlace provisional. El jueves había acuerdo para salir del atasco: adelantar elecciones con el fin de evitar el 155. Pero, según testimonios de toda credibilidad, los “fanáticos” (así me los califican) Josep Rull, Lluís Corominas y Jordi Turull, entre otros, obligaron a Carles Puigdemont a dar marcha atrás. Fuera se escuchaban gritos de “traidor”, algo que el presidente no pudo soportar y se encomendó al Parlament al mejor estilo de Pilatos, lavándose las manos y diciendo: “vosotros, los diputados, decidiréis”. En ese momento, Puigdemont renunció a su liderazgo, lo tiró por la borda, demostró lo endeble que era su pensamiento y destrozó su autoridad.
Quiso el caprichoso calendario que coincidieran el pleno del Parlament y el pleno del Senado. Las dos mayorías, enfrentadas por el mismo asunto, en escenarios distintos, pero con el mismo resultado: Catalunya, partida en dos bloques. A un lado, el soberanismo. Al otro, el constitucionalismo. A partir de ayer, más distantes que nunca, sin puentes que los comuniquen y con la duda de si su mutua intransigencia se contagiará a una sociedad que ya ofrece también inquietantes signos de división. Rajoy se siente un cruzado que va a la guerra a restaurar la fe constitucional. Los indepes, aunque descabezados, siguen en su épica y se disponen a incorporar el 155 a su memorial de ultrajes y a su catecismo de la represión. Saben que no hay moral soberanista que no se base en la escenificación del agravio y de la persecución como pueblo.
Ahora sabemos cómo comienza el nuevo tiempo, pero nadie sabe cómo terminará. Para describir como queda Catalunya, no valen las celebraciones de bienvenida a la república, porque todos sabemos que no es verdad. Al menos de momento no es verdad. Pero Rajoy, además de poner en marcha la maquinaria legal, tiene que ganar alguna adhesión. Y ese es su gran desafío; el complejo desafío, porque los catalanes tienen que notar la mejora en el breve plazo de 53 días, porque entrarán en escena los fiscales, y porque la resistencia se está organizando.
De momento, a este escribidor sólo le sale una expresión: ¡qué pena! Qué pena, porque el nacionalismo catalán ya no está en el consenso del 78 y eso es una pérdida irreparable. Qué pena, porque, haya independencia real o no, algo se ha roto y sí hay un cisma político donde antes hubo tanto apoyo. Qué pena, porque hay miedo a la escisión social. Pero al final de la intensa jornada, hubo que saludar el rigor: Rajoy hace una aplicación mínima del 155. Convoca las elecciones para el plazo mínimo: menos de dos meses. No hay asalto a la autonomía. Aunque disuelva el Parlament, porque no puede intervenirlo, hace lo que prometió: restablecer la legalidad. Una jugada de póquer.