República fugaz
Es sintomático que la concentración que tiene que acompañar la proclamación de la independencia sea la menos multitudinaria del proceso. Alrededor del parque de la Ciutadella, cerrado con criterios policiales indígenas, el ambiente es coherente con la tradición: miles de manifestantes, vendedores de estelades, pantallas gigantes, tractores solidarios, un helicóptero orwelliano y, a diferencia de otras veces, más espacio que personas. La hora y el día laborable no ayudan y la potencia del sol, más de verano que de otoño, desmiente los rumores procedentes del Senado según los cuales winter is coming.
Indiferentes a los malos presagios y a la gravedad del momento, la calzada acoge picnics con bocadillos, servicio de lateros y existencias agotadas de bolsas de patatas en los supermercados pakistaníes de la zona. “Viviremos libres o moriremos”, reza una pancarta melodramática justo delante de una obra (Ibisa) en la que los operarios siguen trabajando y de un restaurante, lleno hasta los topes, que propone una oferta redactada como si fuera una actuación: “Cada noche, solomillo de ternera”. El gran Gil Scott Heron cantaba que la revolución no será televisada. Aquí, en cambio, la retransmisión en directo (TV3) del pleno del Parlament marca la pauta. En la pantalla, Lidia Heredia intenta mantener su infinita credibilidad surfeando las olas de un presente que no discrimina la realidad de la propaganda ni algunos ramalazos procedimentales grotescos. Aparentemente, lo que motiva la presencia de la gente en la calle Pujades y el paseo Picasso es el idealismo, la lealtad a una tradición republicana familiar, la acumulación de agravios y un insólito deseo de desafiar las convenciones a base de convicción. Nadie parece pensar en las consecuencias de todo y prevalece una actitud general de resistencia esperanzada que me recuerda unos versos de Raimon: “Por unas cuantas horas/ nos sentimos libres / y quien ha sentido la libertad/ tiene más fuerzas para vivir”.
Las reacciones a los discursos de los diputados son de una reactividad poco estimulante y primaria, de presión contra candidatos a ser personas non gratas y de maniqueísmos frívolos. Aplausos y entusiasmo para los adeptos a la causa y abucheos e insultos para un abanico representativo que va desde el PSC hasta Joan Coscubiela pasando por los Cs de Inés Arrimadas y el PP de Xavier García Albiol. Cuando Alejandro Fernández aparece en pantalla, haciendo una diatriba barroca sobre el perverso talento lacrimógeno de Oriol Junqueras, se escucha un genuino y rotundo: “¡Calla, burro!”.
Cualquier intento de etiquetar a la gente resulta estéril. La diversidad es la de un bazar social que incluye cabezas rapadas y melenudos, trajes y camisetas, padres e hijos, abuelos y nietos, heteros y homos, lazos amarillos, ciclistas y fotógrafos ávidos de inmortalizar la potencia simbólica de un momento amenazado por la inminencia del artículo 155. Bajo los porches del paseo Picasso, hay rincones reservados para los cartones de los sintecho que duermen aquí cada noche y un local,
Dans le noir, que invita a cenar a oscuras, como si quisiera sumarse a la incertidumbre general. Marta Rovira habla de la revolución cultural, y Albiol es abroncado cuando denuncia la improcedencia de los procedimientos y la desautorizada autoridad de la presidenta Carme Forcadell. Anna Gabriel, muy aplaudida, cita a Salvat-Papasseit y la tensión parlamentaria se contagia a unos manifestantes que, durante la votación definitiva, celebran cada voto afirmativo como cuando, en el Camp Nou, Manel Vic recitaba la alineación del Barça. “A ver si ahora saldrá que no”, dice un manifestante nervioso y expectante. Gana el sí y la reacción es impresionante: abrazos, llantos, gozo, saltos y una especie de emoción al límite de la espiritualidad, con puños y móviles alzados, mucha memoria intergeneracional y una interpretación de Els segadors que suena más intensa que nunca. A medida que la concentración se disuelve, los manifestantes extienden su entusiasmo y la buena nueva más allá, hasta que, superado el exagerado perímetro de seguridad, se oyen las primeras bocinas de coches, furgonetas y motos. Subo al autobus 39. En los asientos de atrás, dos chicas de piercing y pelo azul comentan la actualidad mirando el móvil. Una le pregunta a la otra: “¿Y ahora ya no tenemos rey?”.
Las reacciones a los discursos de los diputados son de una reactividad poco estimulante y primaria
La respuesta impresiona: abrazos, llantos, júbilo, saltos y una especie de emoción al límite de lo espiritual