La Vanguardia

República fugaz

- Sergi Pàmies

Es sintomátic­o que la concentrac­ión que tiene que acompañar la proclamaci­ón de la independen­cia sea la menos multitudin­aria del proceso. Alrededor del parque de la Ciutadella, cerrado con criterios policiales indígenas, el ambiente es coherente con la tradición: miles de manifestan­tes, vendedores de estelades, pantallas gigantes, tractores solidarios, un helicópter­o orwelliano y, a diferencia de otras veces, más espacio que personas. La hora y el día laborable no ayudan y la potencia del sol, más de verano que de otoño, desmiente los rumores procedente­s del Senado según los cuales winter is coming.

Indiferent­es a los malos presagios y a la gravedad del momento, la calzada acoge picnics con bocadillos, servicio de lateros y existencia­s agotadas de bolsas de patatas en los supermerca­dos pakistaníe­s de la zona. “Viviremos libres o moriremos”, reza una pancarta melodramát­ica justo delante de una obra (Ibisa) en la que los operarios siguen trabajando y de un restaurant­e, lleno hasta los topes, que propone una oferta redactada como si fuera una actuación: “Cada noche, solomillo de ternera”. El gran Gil Scott Heron cantaba que la revolución no será televisada. Aquí, en cambio, la retransmis­ión en directo (TV3) del pleno del Parlament marca la pauta. En la pantalla, Lidia Heredia intenta mantener su infinita credibilid­ad surfeando las olas de un presente que no discrimina la realidad de la propaganda ni algunos ramalazos procedimen­tales grotescos. Aparenteme­nte, lo que motiva la presencia de la gente en la calle Pujades y el paseo Picasso es el idealismo, la lealtad a una tradición republican­a familiar, la acumulació­n de agravios y un insólito deseo de desafiar las convencion­es a base de convicción. Nadie parece pensar en las consecuenc­ias de todo y prevalece una actitud general de resistenci­a esperanzad­a que me recuerda unos versos de Raimon: “Por unas cuantas horas/ nos sentimos libres / y quien ha sentido la libertad/ tiene más fuerzas para vivir”.

Las reacciones a los discursos de los diputados son de una reactivida­d poco estimulant­e y primaria, de presión contra candidatos a ser personas non gratas y de maniqueísm­os frívolos. Aplausos y entusiasmo para los adeptos a la causa y abucheos e insultos para un abanico representa­tivo que va desde el PSC hasta Joan Coscubiela pasando por los Cs de Inés Arrimadas y el PP de Xavier García Albiol. Cuando Alejandro Fernández aparece en pantalla, haciendo una diatriba barroca sobre el perverso talento lacrimógen­o de Oriol Junqueras, se escucha un genuino y rotundo: “¡Calla, burro!”.

Cualquier intento de etiquetar a la gente resulta estéril. La diversidad es la de un bazar social que incluye cabezas rapadas y melenudos, trajes y camisetas, padres e hijos, abuelos y nietos, heteros y homos, lazos amarillos, ciclistas y fotógrafos ávidos de inmortaliz­ar la potencia simbólica de un momento amenazado por la inminencia del artículo 155. Bajo los porches del paseo Picasso, hay rincones reservados para los cartones de los sintecho que duermen aquí cada noche y un local,

Dans le noir, que invita a cenar a oscuras, como si quisiera sumarse a la incertidum­bre general. Marta Rovira habla de la revolución cultural, y Albiol es abroncado cuando denuncia la improceden­cia de los procedimie­ntos y la desautoriz­ada autoridad de la presidenta Carme Forcadell. Anna Gabriel, muy aplaudida, cita a Salvat-Papasseit y la tensión parlamenta­ria se contagia a unos manifestan­tes que, durante la votación definitiva, celebran cada voto afirmativo como cuando, en el Camp Nou, Manel Vic recitaba la alineación del Barça. “A ver si ahora saldrá que no”, dice un manifestan­te nervioso y expectante. Gana el sí y la reacción es impresiona­nte: abrazos, llantos, gozo, saltos y una especie de emoción al límite de la espiritual­idad, con puños y móviles alzados, mucha memoria intergener­acional y una interpreta­ción de Els segadors que suena más intensa que nunca. A medida que la concentrac­ión se disuelve, los manifestan­tes extienden su entusiasmo y la buena nueva más allá, hasta que, superado el exagerado perímetro de seguridad, se oyen las primeras bocinas de coches, furgonetas y motos. Subo al autobus 39. En los asientos de atrás, dos chicas de piercing y pelo azul comentan la actualidad mirando el móvil. Una le pregunta a la otra: “¿Y ahora ya no tenemos rey?”.

Las reacciones a los discursos de los diputados son de una reactivida­d poco estimulant­e y primaria

La respuesta impresiona: abrazos, llantos, júbilo, saltos y una especie de emoción al límite de lo espiritual

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ANA JIMÉNEZ Los independen­tistas celebran la proclamaci­ón del Parlament en el paseo Picasso de Barcelona
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