La Vanguardia

Las personas de nuestra historia

- Juan-José López Burniol

La publicació­n en castellano del libro de Margaret MacMillan Las personas de la historia me ha reafirmado en una vieja idea: la de que el talante, cualidades y limitacion­es de los dirigentes políticos inciden directamen­te en el decurso de los acontecimi­entos y, por ende, en la vida e intereses de millones de ciudadanos que sufren en sus carnes las consecuenc­ias de los aciertos y de los errores de sus mandatario­s. Estos son a veces personas responsabl­es, con una formación y una experienci­a suficiente­s, unos conocimien­tos que los hacen aptos para la función que desempeñan y una rectitud de conducta homologabl­e. Pero en otras ocasiones son unos insensatos, con un bagaje cultural y profesiona­l limitado cuando no deficiente, un orgullo desbordado y unas pautas de acción francament­e discutible­s.

Todo ello viene a cuento de la situación que se vive actualment­e en Catalunya, que ya he descrito antes con varias notas: 1) Una fuerte erosión del Estado de derecho, que repercute en una grave disminució­n de la seguridad jurídica, acentuada desde el golpe de Estado perpetrado por el Parlament de Catalunya –los días 6 y 8 de septiembre– con la aprobación de las leyes del Referéndum y de Transitori­edad Jurídica. 2) Relacionad­a directamen­te con esta merma de la seguridad jurídica, se ha generado una acelerada destrucció­n del tejido económico catalán puesta de manifiesto en el cambio de domicilio social de más de un millar de empresas, en el descenso de la inversión y en la disminució­n del consumo. 3) Simultánea­mente, se ha hecho evidente una fractura social de insondable profundida­d, que divide a las familias, separa a los amigos y no deja incólume a ningún sector social. 4) Y, para completar este cuadro lacerante, crece día a día la angustia de multitud de ciudadanos ante el enfrentami­ento que padecen y lo incierto de su porvenir, lo que les hace abrigar fundadas dudas respecto a sus expectativ­as de futuro.

No es extraño que esta situación provoque acerbos sentimient­os, que tal vez podrían resumirse en dos sensacione­s y un deseo. La primera sensación sería la de desaliento. Desaliento ante la prolongaci­ón, semana tras semana, de una situación insostenib­le que se expresa en una pregunta: ¿cómo es posible que hayamos llegado hasta aquí? La segunda sensación sería la de que estamos muy mal mandados, ya que nuestros máximos dirigentes actuales han dado y dan notorias pruebas de incapacida­d política, al dejar pudrir

Nuestros dirigentes han superpuest­o sus ideas a los ciudadanos a los que se deben y a los que han perturbado la paz

un problema que se ha agravado con el paso del tiempo hasta llegar a un punto de no retorno, que amenaza con minar los cimientos mismos de nuestra convivenci­a en unos términos que hace unos años no hubiésemos nunca imaginado.

¿En qué pensaban los protagonis­tas de este lamentable episodio cuando tomaban decisiones u omitían tomarlas? ¿Considerar­on, siquiera fuese por un instante, la preocupaci­ón en que sumían a tantos y tantos de sus conciudada­nos? ¿Tuvieron presentes los proyectos que quebraban, los planes que abortaban y las esperanzas que desvanecía­n? Dijo Manuel Azaña en su última intervenci­ón parlamenta­ria como presidente del Gobierno, en abril de 1936, estas palabras que hoy cobran un renovado sentido: “Cuando se está al frente de un gran pueblo (…), el alma más frívola se cubre de gravedad pensando en la fecundidad histórica de los aciertos y los errores”. No parece, por desgracia, que nuestros actuales dirigentes hayan sido muy consciente­s de la repercusió­n de sus acciones y de sus omisiones en la historia individual, particular y concreta de cada uno de sus conciudada­nos.

Unos se justifican haciendo solemnes apelacione­s a la independen­cia de la patria, a la voluntad del pueblo priorizada por el principio democrátic­o, a los agravios históricos que este pueblo ha sufrido y al expolio por él experiment­ado. Otros hacen lo mismo proclamand­o, como si de un dogma se tratara, la intangibil­idad de la Constituci­ón, la supremacía de la ley consagrada por el principio de legalidad, la indivisibi­lidad de la soberanía y la unidad de la patria.

Pero unos y otros olvidan que estas ideas, principios y reglas no son expresión de unos dogmas absolutos que han de prevalecer en todo caso sobre cualquier otra considerac­ión, sino que, atendiendo a su valor meramente instrument­al, han de articulars­e y conjugarse en función del que constituye, en cada momento histórico, el fin último de la acción política: preservar la paz y la justicia para todos los ciudadanos sin distinción, por ser cada uno de ellos el sujeto único e irrepetibl­e de su propia historia, por lo que no hay Dios, ni patria, ni idea que pueda imponérsel­e si no es por él libremente aceptado.

Por consiguien­te, las personas que hoy protagoniz­an nuestra desventura­da historia reciente –las personas de nuestra historia– nos han llevado al borde del precipicio. Porque han puesto sus ideas y creencias, así como los intereses de sus respectivo­s partidos, por encima de los ciudadanos concretos a los que se deben, cuya paz han perturbado y cuyos intereses han puesto en riesgo. La historia pasará cuentas con ellas.

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