Parecemos cantoneses

El informe The Worlwide Hearing Index, elaborado a partir de datos de diferentes organismos, incluida la Organización Mundial de la Salud, sitúa a Barcelona como la séptima ciudad mas ruidosa del mundo. Sólo nos superan Cantón, Nueva Delhi, El Cairo, Bombay, Estambul y Pekín. Ahora, doce años después de aprobar la ordenanza de la convivencia en el espacio público –la del civismo–, el Ayuntamiento acomete la reforma de una normativa que aguanta bien sobre el papel pero que, por culpa de la discrecionalidad en su vigilancia y la incapacidad casi absoluta para hacer efectivo el régimen de sanciones, ha sido, desde su nacimiento, papel mojado. Las autoridades locales aseguran que uno de los objetivos del nuevo texto será, precisamente, el de garantizar el descanso. La propuesta presentada ayer pone el énfasis en la necesidad de combatir el ruido ambiental para minimizar las molestias que provoca en el ciudadano. Bienvenidos sean los esfuerzos por evitar que la banda sonora de algunos locales se traslade al espacio público y penetre en los dormitorios, pero la derrota sin paliativos del ruido sólo será posible si a quien corresponde aplicar la ley del civismo no le tiemblan las piernas ni le pueden los prejuicios. Y, por supuesto, si se adoptan medidas que quedan al margen de esta ordenanza pero que también afectan a la convivencia. Por ejemplo, ¿tanto cuesta que las campañas intermitentes de control de las motos que lleva a cabo la Guardia Urbana, anunciadas siempre con la correspondiente nota de prensa, sean una práctica habitual? ¿Y no sería posible reducir el tiempo de respuesta de la policía local a la hora de atender in situ las quejas de los miles de ciudadanos que tienen que soportar a unos vecinos incapaces de vivir en sociedad?