Viva la Tierra

Ardían los bosques gallegos y portugueses y, pese a la lluvia matinal, los paraguas, las corbatas negras y las rosas, también ardía parte de Catalunya, porque este es un tiempo de asesinos de bosques y de pirómanos políticos, sociales. Y todos esos fuegos, reales y metafóricos, me obligaban a pensar mucho más en quien reposaba, ya sereno, de nuevo ágil, al pie del altar, en un noble ataúd de madera de pino. Hablo aquí de Girona, de la basílica menor de Sant Feliu con su fachada barroca y su torre, su campanario, que hasta 1651, antes del rayo, acababa rematada por la imagen de un águila. Hablo aquí del sobrio funeral por el empresario de la madera Manel Nadal i Oller, a quien recuerdo recio, astuto y muy observador. Y conduciendo, pese a los consejos de sus muchos hijos, un viejo 4x4, un Suzuki modelo Vitara, con el que sufrió más de un percance por esos bosques de Dios, que eran su escenario preferido. Pero los viejos leones casi nunca aceptan los achaques de la edad. Y, desde luego, le discuten a su documento nacional de identidad la edad real que tienen. Además, siguen comiendo a escondidas las ciruelas que el médico les ha prohibido. Aunque lo peor, ya digo, es la edad burocrática, la que figura en todos los papeles oficiales.

Sólo a veces la muerte de una persona parece que quiera contarnos algo más que la brevedad de toda vida humana. Sólo a veces la muerte de alguien deviene en símbolo. Y eso fue lo que me ocurrió con la de Manel Nadal, que sabía el nombre de todos los árboles y que siempre procuró que los suyos no olvidaran ninguno de esos nombres. También les enseñó a plantarlos mucho antes de que llegaran los ecologistas. Pocas personas saben acariciar adecuadamente la madera y cruzar un bosque. Porque cruzar un bosque con Manel Nadal era entender la vida. Cruzar con él un bosque era mejor que leer ciertos cuentos y narraciones protagonizados por Merlín o Robin Hood. Todo eso: los árboles, el bosque, el corcho, los sabores y olores del huerto, en