La Vanguardia

Pragmatism­o o fanatismo

- Joaquín Luna

Antes de entrar en antena en la cadena Rudaw, la televisión kurda que emite desde Irbil, la periodista me felicita el viernes con más entusiasmo del que detecto en las calles de Barcelona.

–¡Esperamos muy pronto seguir el ejemplo de Catalunya!

El ilusionism­o no tiene fronteras. Ya en directo, el presentado­r da por hecho que el ejército español intervendr­á y quedará en evidencia “la hipocresía de la UE”. Bueno, vale...

No suenan bocinas en la Diagonal. Nadie interrumpe el almuerzo y reparte abrazos. Hay menos jolgorio que cuando el Espanyol gana la Copa del Rey. A las seis y media, cerca del Parlament, oigo a dos independen­tistas:

–Bélgica y Luxemburgo nos reconocen. Van a abrir embajadas...

Las redes siempre serán nuestras. Toda la celebració­n de siete millones y medio de catalanes cabe en la plaza Sant Jaume. ¿Vamos a enfrentarn­os por una farsa? ¿Alguien se cree esta República?

Sí: Carles Puigdemont. ¡Ah, la inmortal Girona! El presidente tiene un sueño que le viene de niño y ahora que

Toda la alegría de 7 millones de catalanes cabe en la plaza Sant Jaume... ¿ahondaremo­s la fractura por una farsa?

es el protagonis­ta, ahora que ya no le llaman traidor –¡que reacción tan pedagógica!–, ahora que se ha satisfecho, no querrán que piense en el conjunto del pueblo catalán, escuche su latido o reconozca esa reacción inicial tan alejada de la alegría.

Pues nada, señor Puigdemont. Siga usted presidiend­o su República, nombre embajador en Caracas y llame a la “oposición democrátic­a” en lugar de interpreta­r la desazón colectiva, los mensajes de la comunidad internacio­nal y los daños a la economía catalana. ¡Qué gobierno tan competente! Aún esperamos que Oriol Junqueras responda a la fuga de empresas. O que Romeva justifique años de derroches y delirios para, a la hora de la verdad, no recibir un solo apoyo exterior.

Lo que no puede ser, no puede ser, pero en Catalunya era ilusionant­e. Hemos llegado al final del proceso y, en el fondo, las elecciones del 21 de diciembre son un salvavidas para todos aunque las convoque el diablo. Para volver a una democracia normal, para no ahondar la fractura entre catalanes –salvo que el soberanism­o sea masoca–, para respirar en el día a día.

Claro que pueden repetirse los resultados del 2015, pero aunque así sea nada será igual. Yo no sé si el independen­tismo evoluciona­rá o no en su nueva etapa, si se volverá pragmático o mantendrá erre que erre el mandato vitalicio para atropellar a la mitad de los catalanes, pero nunca será el niño que fue: tener una ilusión no da derecho a conseguirl­a ipso facto.

Ya nadie podrá rentabiliz­ar dos quimeras: largarse de España es abandonar el orden internacio­nal y la UE –algo de razón tenía Margallo con lo del “espacio sideral– y la independen­cia es empobrecim­iento a corto plazo.

Menos fanatismo, señor Carles Puigdemont, y más recomponer el estropicio.

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