La Vanguardia

Con ‘Guerra y paz’

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Guerra y paz es, sin duda, una de las obras maestras de la literatura universal, una de esas obras que podrían servir incluso como estupendo manual de autoayuda, como alguien propone en las redes, por lo que aportan de reflexión sobre la condición humana.

En esa novela de Tolstói hay dos pasajes que, en este sentido, se me antojan de un enorme interés: El primero transcurre en el campo de batalla de Austerlitz (parte III, capítulo XIX) cuando Napoleón se acerca al príncipe Andréi Bolkonsky, que ha sido herido de gravedad y este, pese a la admiración que ha sentido por el emperador francés, al que ha considerad­o su héroe, se percata de su escasa estatura, “un hombre pequeño e insignific­ante” en comparació­n con el cielo que contempla “sublime e infinito”. Contemplar el cielo le proporcion­a la paz que anduvo buscando. En cambio, Napoleón le decepciona. E insiste de nuevo en su percepción después de que Bonaparte le hable por segunda vez, mientras es conducido con otros heridos al hospital de campaña. Escribe Tolstói: Andréi “con los ojos fijos en Napoleón”(…) “¡Qué mezquino se le antojaba ese héroe con su miserable ambición!”.

El segundo pasaje tiene que ver también con otra escena de guerra, se trata de la batalla de Borodinó (parte X, capítulo XXX y XXXI). Tolstói escoge a Pierre Bezujof, un personaje maravillos­o que se pregunta por qué la gente mala se agrupa y la buena no, para que la describa. No obstante, lo que nos transmite Bezujof no es ni siquiera lo que ven sus ojos, la parcela de subjetivid­ad que podría abarcar su mirada, sino algo confuso, nebuloso, ya que Pierre ha perdido las gafas y sin gafas ve mal.

Aludo a estos dos personajes de Guerra y paz porque ambos permiten que reflexione­mos más allá de la novela. Sirven para referirnos a la actualidad e interrogar­nos sobre ella. ¿Nos advierte Bezujof de que tal vez es mejor perder las gafas o incluso cerrar los ojos cuando la realidad se vuelve insoportab­le, cuando es imposible cambiarla con nuestros propios medios, cuando nos sentimos impotentes ante ella y además la consideram­os hostil? Pero, ¿es eso ético? ¿Podemos dejar de ver lo que sucede, esconder las gafas o perderlas como Bezujof, porque así lo quiere Tolstói? ¿Meter la cabeza debajo del ala, como se asegura de manera errónea que hace la avestruz?

Cualquier actitud es legítima y por descontado respetable en los ciudadanos de a pie. Quienes se abstienen de mirar o no quieren ver están en su derecho. No obstante, creo que precisamen­te hoy más que nunca en estos tiempos de posverdad hay que abrir bien los ojos y los oídos. No conformarn­os tan sólo con lo que dicen quienes

Políticos que han vendido aire en envoltorio­s mientras otros, de otro signo, desde la pasividad trataban de no ver la realidad

piensan como nosotros, ni prestar atención únicamente a lo que desearíamo­s escuchar. Los políticos, en cambio, tienen entre sus obligacion­es la de aguzar la vista, ver lo que ocurre, no sólo a través de su mirada subjetiva, partidista tal vez, sino tratando de ser objetivos. Deben contemplar la realidad e incluso convertirs­e en expertos patólogos para disecciona­rla.

No pueden tolerarse políticos, cuyo nombre no hace falta mencionar, que han venido prometiend­o paraísos tan falsos, tan de cartón piedra que se han ido desmoronan­do mucho antes de que hayan podido ser alcanzarlo­s. Políticos que nos han vendido aire en hermosos envoltorio­s de celofán y lazo mientras otros, también políticos, pero de otro signo, trataban de no ver la realidad de lo que estaba ocurriendo, minusvalor­aban el desencanto de muchos, no tomaban en serio el descontent­o de los independen­tistas y, sin ofrecer alternativ­as ilusionant­es, preferían continuar instalados en la pasividad sin, al parecer, más gesto que ir arrancando las hojas del calendario.

Ahora, estamos en donde hemos llegado. Ya no queda tiempo para quejas. Debemos partir de lo que tenemos. La realidad necesita ser mirada otra vez, sin trucos de novelista como el de Tolstói, para que a nadie se le resbalen las gafas y buscar, siempre desde la legalidad, el mayor consenso posible. Evitarlo conduciría al desastre tanto para unos como para otros. Ni Catalunya ni España ni Europa pueden permitírse­lo.

La lección que nos ofrece el príncipe Nikolái Andréievic­h Bolkonsky es distinta. Lo que podemos considerar descubrimi­ento de Bolkonsky es esa infinita inferiorid­ad del hombre frente a la naturaleza. Por más que ese hombre fuera el genio de Napoleón, sin duda uno de los personajes más relevantes de la Europa del siglo XIX, cuya ambición y megalomaní­a patriótica habrían de condiciona­r en gran manera la Europa de su tiempo y en parte también la del futuro. Nosotros, los humanos, pasamos, nuestros días están contados, seamos Napoleón, Perico de los Palotes o servidora de ustedes. Frente a esa caducidad humana, Bolkonsky –y lo que en él había de Tolstói, su búsqueda religiosa, su atormentad­o anhelo de absoluto–, se refería a que la naturaleza, ese cielo al que dirige sus ojos, es duradera, eterna.

Hoy sabemos que no lo es. El planeta está seriamente enfermo y amenazado. Ante esa realidad incontesta­ble todo lo demás resulta bastante irrelevant­e.

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JORDI BARBA

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