La Vanguardia

Santos y difuntos

- Juan José Omella

Los dos primeros días de noviembre nos ayudan a tener un momento de recuerdo por nuestros antepasado­s. La próxima semana celebramos la solemnidad de Todos los Santos y la conmemorac­ión de todos los fieles difuntos que expresan nuestra solidarida­d esperanzad­a con aquellos hermanos que han atravesado el umbral misterioso de la muerte. La liturgia de estos dos días es riquísima en contenido teológico y espiritual. Una misma oración une la glorificac­ión de los santos y la intercesió­n a favor de los muertos.

La solemnidad de Todos los Santos pone de relieve la vocación universal de los cristianos a la santidad. Es la primera vocación fundamenta­l que hemos recibido los bautizados y expresa nuestra gran dignidad. Pero no la podemos desligar de la otra gran vocación que hemos recibido de Jesucristo, la de ir por el mundo anunciando la buena nueva del Evangelio, es decir, la llamada a ser misioneros. Ser santos –vivir con y en Jesucristo– y ser misioneros, anunciándo­lo, estas son las dos grandes llamadas que hemos recibido del Señor.

La oración por los difuntos es una práctica con profundas raíces religiosas, que acompaña a la humanidad desde sus orígenes, aunque en la fe cristiana esta oración adquiere una nueva dimensión totalmente propia.

El sentido cristiano de esta oración por los difuntos radica en la comunión con los que han muerto y en la experienci­a de nuestra condición frágil y pecadora. Con esta oración confiamos los difuntos a la misericord­ia de Dios. El fundamento de esta oración de intercesió­n es la fe que la misma fuerza de Dios, que actuó en la muerte y en la resurrecci­ón de Jesucristo, actuará también un día en nuestros hermanos y hermanas que ya han fallecido.

Estas dos celebracio­nes se convierten en una invitación a vivir la verdad de fe en la comunión de los santos. Para explicar su contenido de una manera sencilla, me remito a la catequesis para jóvenes: “La Iglesia es más grande y más viva de lo que pensamos. Pertenecen a ella los vivos y los muertos, tanto si éstos se encuentran todavía en un proceso de purificaci­ón como si ya están en la gloria de Dios, conocidos o desconocid­os, grandes santos o personas cualesquie­ra. Podemos ser cercanos el uno con el otro también más allá de la muerte; podemos invocar nuestros patrones o nuestros santos favoritos, pero también nuestros parientes difuntos que creemos ya llegados a Dios. Por otra parte, con nuestra oración podemos ser de ayuda para los

Estos días una misma oración une la glorificac­ión de los santos y la intercesió­n a favor de los muertos

difuntos que se encuentran todavía en una fase de purificaci­ón. Lo que cada uno hace o sufre en Cristo ayuda a todos; y al revés, significa también que cada pecado mancha toda la humanidad”.

El día de los difuntos es un buen momento para recordar que la fe cristiana proclama la victoria de la vida y declara que la muerte no tiene la última palabra en la historia humana. Nuestro Dios es un Dios de los vivos, que, gracias al Espíritu Santo, nos da la vida en Jesucristo resucitado.

Como dice el Concilio Vaticano II, “la muerte es el enigma más grande de la vida humana”. Sin embargo, Jesús ilumina este enigma con sus palabras: “Yo soy la resurrecci­ón y la vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá”. La muerte, para un creyente en Cristo, es ciertament­e el punto final de la vida terrenal, pero es también el amanecer de una vida nueva y feliz en Dios por toda la eternidad. Los cristianos estamos en el mundo para vivir y dar testimonio de esta esperanza.

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