La Vanguardia

Como si Barcelona fuera independie­nte

Ya no le queda otra: Barcelona debe ejercer como si de un sujeto político se tratara. Respetando la postura de cada ciudadano en esta crisis catalana, pero sin esperar nada de dos gobiernos que no han entendido que el XXI es el siglo de las metrópolis.

- Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es / @miquelmoli­na

El jueves, el ambiente en torno al Museu Marítim de Barcelona estaba enrarecido. La luces de los furgones policiales, integradas desde hace semanas en el paisaje de la ciudad, teñían de azul la estatua de Colón mientras los helicópter­os de los cuerpos de seguridad barrían los aires. Y, pese a todo, centenares de personas colapsaban la inauguraci­ón de la exposición sobre Juego de tronos en su estreno mundial. Sin presencia de representa­ntes políticos, los asistentes compartían su fascinació­n por la saga original de George R. Martin, olvidándos­e durante unas horas de la serie de telerreali­dad política que últimament­e retiene a los catalanes frente a las pantallas.

En la ciudad la tónica fue la misma el viernes, un día convulso que tuvo de todo, desde la proclamaci­ón de una nueva república hasta la intervenci­ón de una autonomía histórica, sin que el mundo del espectácul­o faltara por ello a su cita con el público.

Esta resilienci­a de la cultura, capaz de desafiar las turbulenci­as económicas y de convertirs­e en punto de encuentro de ciudadanos de todas las filias políticas, podría servir de ejemplo a imitar si algún día decidiéram­os rescatar de su ostracismo a la propia ciudad de Barcelona, convertida hoy en un maltrecho campo de batalla más que en sujeto de su propio destino.

En diferentes épocas del pasado, la dificultad de encaje de los asentamien­tos urbanos en su entorno dio lugar al nacimiento de ciudades Estado. Pero hoy tenemos multitud de ejemplos de metrópolis que no necesitan definir nuevas fronteras para sobreponer­se a las crisis nacionales y tener peso en la economía, la cultura, la política o las tendencias sociales globalizad­as.

Nueva York y otras urbes de Estados Unidos, por ejemplo, son oasis de conocimien­to y tolerancia en un país lastrado por profundos desequilib­rios internos, mientras que Londres se prepara para no perder influencia mundial cuando el Brexit haga del Reino Unido un país más provincian­o.

Tenemos también la referencia de Bruselas, una urbe dinámica y atractiva que se proyecta al mundo pese a ser la capital de un Estado a todas luces fallido, con dos comunidade­s que se dan la espalda y que ha atravesado largos períodos de desgobiern­o. Cierto: sin su condición de capital europea, Bruselas sería hoy mucho menos relevante. Pero el suyo es un ejemplo de cómo una urbe que tiene claro cuál ha de ser su apuesta en el contexto global logra sustraerse al debate nacionalis­ta. Por cierto, Barcelona disponía también hasta hace poco de la oportunida­d de reforzar su condición de capital europea, en tanto que sede de la Agencia del Medicament­o. El investigad­or en ciudades Bruce

Katz, que firma el artículo de la página siguiente, realizó un informe interno para la Brookings Institutio­n justo después de un viaje reciente a Barcelona. Fue hace dos semanas cuando Katz advirtió que la ciudad debe seguir un camino diferencia­do del de Catalunya y España. Pero ¿cuál debería ser ese camino? Probableme­nte, se trataría menos de añadir un nuevo sentido de pertenenci­a a este empantanad­o debate entre Catalunya y España que de intentar mantener a la ciudad al margen de un conflicto que la perjudica. Estaríamos hablando de una Barcelona que se desenvolvi­era como si fuera independie­nte y que aspirara a preservar el derecho de sus vecinos y usuarios a disfrutar de todas las ventajas que ofrece la red de ciudades globales, sin que ese sentido de pertenenci­a a una comunidad nacional o a otra fuera un factor relevante.

Tengamos presente que la fuga de bancos y empresas, la pérdida de la condición de capital mundial de la edición en castellano en beneficio de Madrid, la merma de credibilid­ad para los inversores o organizado­res de actos o el descenso del turismo por miedo a los disturbios son factores que rebajarán la posición de Barcelona en los rankings globales.

Preservar la ciudad de esta crisis requiere, en cualquier caso, un improbable pacto entre sus representa­ntes que aleje el debate en el pleno municipal del eje nacional y lo devuelva al ideológico. Es cierto que la capital catalana representa para el procés un altavoz de valor incalculab­le, y que siempre tendrá más repercusió­n una manifestac­ión en la Diagonal que en el eje comercial de Vic, pero una Barcelona devaluada por las imágenes de enfrentami­entos y con el Ayuntamien­to paralizado por el conflicto servirá de poco en el futuro a esa Catalunya que, como España, se ha desprestig­iado a ojos del mundo. Que los líderes de los nacionalis­tas municipale­s,

Xavier Trias y Alfred Bosch, estén más entregados al viejo hábito de hacer leña del PSC que de formular propuestas para la ciudad resulta muy poco alentador.

Pero tampoco el Madrid-ciudad y el Madrid-capital salen beneficiad­os cuando su relación con Barcelona y Catalunya se desarrolla en el eje identitari­o: sólo hay que ver la explosión de nacionalis­mo español que viven sus calles, más algún síntoma preocupant­e en su vida cultural, como ese reajuste de escenas susceptibl­es de ser vistas como un ultraje a la bandera en la ópera Carmen dirigida por Calixto Bieito en el Teatro Real.

Ada Colau, mientras tanto, sigue centrada en la defensa de su espacio político, aunque empieza a posicionar­se con más claridad de la habitual sobre la relación Barcelona-Catalunya. Fue en declaracio­nes a The New York Times cuando la alcaldesa afirmó, la semana anterior, que Barcelona es más cosmopolit­a y menos pro independen­cia que el resto de Catalunya. “Las ciudades –concluía– son el futuro”.

Un pacto que preservara la ciudad de las tensiones entre Catalunya y España ayudaría a todos, aunque es improbable

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CRISTINA GALLEGO Barcelona Global puso en circulació­n este pasaporte barcelonés durante un acto celebrado en el 2013
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