La Vanguardia

El primer gol de la independen­cia

- Xavier Aldekoa

Como amaneciero­n libres, se pusieron a jugar. El 10 de junio de 2011, un día después de que Sudán del Sur proclamara su independen­cia, la selección de fútbol jugó su primer partido oficial. El rival fue el Tusker FC, equipo de la primera división de Kenia y ni las vacas quisieron perdérselo. Media hora antes del pitido inicial, un pastor despistado sacó a pasear a una treintena de reses con cuernos de un metro que se pararon en mitad de la calle de tierra y formaron un tapón infranquea­ble. Embriagado por la ensalada de pitidos de coches y las salvas a la madre del pastor, me vine arriba e intenté solucionar aquel despropósi­to. Me acerqué decidido a una de aquellas moles de carne y cuernos, le espeté un “check check check” condescend­iente, con acento de pastor del Pirineo, y le di una palmadita en los cuartos traseros al animal. Ni se inmutó.

Cuando por fin conseguí entrar, las gradas estaban a reventar y había gente subida en las banderas y los postes de luz. Aquellos días, Sudán del Sur era un país eufórico y el estadio estaba repleto de gente feliz. Había en el ambiente el entusiasmo invencible del loco feliz y algunos hasta pedían que el Tusker se fuera a casa y les echaran al Barça, que se lo iban a merendar igual.

Pero como una nación que cierra 40 años de guerra civil y nace como uno de los países más pobres del mundo suele estar más hermanado con la desdicha que con la épica, la cosa se torció rápido. Perdieron 1-3, con dos goles en propia puerta. El segundo autogol, y que confirmaba la derrota, fue un golazo de aúpa: Zackria, el lateral izquierdo sursudanés, intentó rechazar un balón colgado con una chilena acrobática y la pelota se fue a la escuadra de su portería. El tanto fue tan sensaciona­l que el público hasta dudó si lamentarlo o declararlo

El autogol fue tan sensaciona­l que el público de Sudán del Sur dudó entre lamentarlo o declararlo patrimonio nacional

patrimonio nacional.

Al acabar el partido, a Zackria aún no se le había pasado el disgusto. “Es la primera vez que me pasa”, repetía con tono de gatillazo primerizo. A la gente le daba igual. Los aficionado­s abrazaban a los jugadores, saltaban y se revolcaban por la hierba. Samuel Deng, un chaval que se había quedado en la puerta y entró sólo para celebrar, me miró como si estuviera loco cuando le pregunté si estaba triste por la derrota. “Tío, este no es nuestro último partido, es el primero. ¡El primero! Tenemos toda la vida para ganar”.

Los jugadores abandonaro­n el estadio como los héroes antiguos: entre vítores, sin ducharse, con las medias bajadas y las espiniller­as en la mano. Su hostal, un barracón prefabrica­do, estaba justo detrás del estadio, así que regresaron andando. En cuanto llegaron, aquellos futbolista­s que acababan de hacer historia se pusieron a lavar la camiseta del partido. Como no había utillero, decían, tenían que limpiar ellos mismos su ropa. Y mientras lo hacían, algunos se pusieron a silbar.

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