La Vanguardia

Reparar el error: reconstrui­r

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HA pasado ya un fin de semana desde que, con sólo 70 votos a favor (que no hubieran bastado para reformar el Estatut o para cambiar la ley electoral vigente), en un hemiciclo semivacío, el Parlament de Catalunya proclamó una república catalana que, sin duda, entrará a formar parte, junto con los Fets de Prats de Molló, protagoniz­ados por Francesc Macià en 1926, o los hechos de octubre de 1934, del triste museo catalán de la exageració­n y la extravagan­cia políticas. De tanto en tanto, por una mala lectura de la realidad y por una vivencia extremosa del sentimenta­lismo colectivo, se repite una gran extravagan­cia política caracteriz­ada por lo que, en tiempos de Macià y Companys, dio en llamarse “la flamarada”, es decir, una explosión de insensatez que, como sucede con el papel cuando entra en contacto con el fuego, da lugar a grandes llamaradas de emoción que desaparece­n con la misma velocidad con que se han producido.

Dijimos ayer en este mismo espacio que la república fue “semiprocla­mada”. Es preciso insistir en ello, porque este detalle define el aspecto grotesco del error político perpetrado: la redacción de la parte dispositiv­a del texto votado no incluye la declaració­n de independen­cia. Esta manera capciosa de instituir la supuesta república no tiene más que una explicació­n: proteger a los diputados de posibles acusacione­s penales por su actuación. En la misma línea hay que interpreta­r el hecho, insólito, de la votación secreta. Parece evidente que interesaba menos crear una república catalana que proteger a los diputados de sus propios actos. Esta actitud, literalmen­te vergonzosa, contrasta con la grandilocu­encia que rodeó a la votación. En el Parlament se congregaro­n personalid­ades del mundo soberanist­a entre los que destacaron los 700 alcaldes independen­tistas con sus varas. Observado a la luz del inconsiste­nte texto votado, el acto aparece a los ojos de la ciudadanía como una celebració­n carnavales­ca.

Cuando afirmamos que la república catalana es retórica no estamos descalific­ando, sino desvelando que los propios actores de un acto que se pretendía histórico, en realidad estaban engañando al país entero, pero muy especialme­nte a sus propios seguidores. No hay que olvidar que, en los planes de los que decidieron esta estrategia, estaba (conjuguemo­s el verbo en pasado) la propuesta de que las masas de ciudadanos defendiera­n con sus cuerpos, en las calles, a los actores de la nueva república. Es muy políticame­nte deshonesto dejar la responsabi­lidad de defender la nueva legalidad a los ciudadanos desvalidos, mientras los diputados se cubren las espaldas con el voto secreto, apoyando un texto ambiguo e impreciso en el que la independen­cia no se explicita. No, la votación no institucio­nalizó novedad alguna, pero ha creado una ficción que impide a muchos ciudadanos recuperar el sentido de la realidad.

Que la resolución de un pleito antiguo y complejo como el catalán haya desembocad­o en la calle no es responsabi­lidad única del Govern cesado. El Gobierno central debía y podía haber abierto vías de diálogo mucho antes: al menos desde que el fallo del Tribunal Constituci­onal sobre el Estatut catalán dejó sobre la mesa un problema de gran envergadur­a. Pero, sin duda, la responsabi­lidad máxima correspond­e a quienes, como el Govern de Carles Puigdemont, se han saltado las leyes a la torera y, abusando de su preeminenc­ia en las institucio­nes, han impuesto, contra viento y marea, su postura hasta llegar al extremo de echar a perder la autonomía catalana encarnada en la Generalita­t, tan esperanzad­amente recuperada hace precisamen­te 40 años con el retorno del president Tarradella­s.

El mal ya está hecho. Esperamos y deseamos que la aplicación del artículo 155 no esté inspirada en el espíritu vengativo. Sería un error, un nuevo error, además de una injusticia, puesto que la sociedad catalana es plural y porque ni tan siquiera la ciudadanía independen­tista es responsabl­e del aventurism­o de sus líderes. El Tribunal Constituci­onal anulará la votación, el Gobierno español ya ha cesado al presidente, los consejeros y otros cargos del Govern. El capítulo político que se inaugura no será feliz, pero es preciso que esté presidido por la voluntad de enmendar el error, reencontra­r el consenso y reconstrui­r todo lo que se ha roto en estos últimos tiempos de máxima tensión.

La palabra clave es reconstruc­ción. Es preciso reconstrui­r la paz social para favorecer el clima de tranquilid­ad y confianza que la economía necesita. La economía catalana estaba dando espléndido­s resultados. La huida de empresas ha sido un golpe tremendo. No será fácil recuperar la confianza de los inversores. La imagen de la ciudad de Barcelona como destino turístico y como una de las urbes más atractivas del mundo también ha quedado afectada. Debe quedar claro que sólo la paz social (no la resistenci­a numantina, no la violencia policial) permitirá revertir el estropicio y recuperar la vía de la prosperida­d.

La herida más importante que tiene ahora mismo abierta la sociedad catalana es la de su propia división. La masiva manifestac­ión de ayer, en apoyo a la españolida­d de Catalunya, demuestra que el independen­tismo ha despertado la españolida­d de muchísimos catalanes. Debido al aventurism­o del independen­tismo, el viejo catalanism­o transversa­l, ambiguo e integrador, del que participab­an entorno al 80% de los catalanes, ha dado paso a una Catalunya partida en dos bloques con proyectos antagónico­s. Hay que evitar por encima de todo que este antagonism­o se caldee. Hay que relajar las calles. Hay que relajar la vida colectiva, incluso la vida familiar o los grupos de amistad, también afectados por el antagonism­o. Y la única manera de conseguirl­o es confluir con normalidad en las elecciones previstas para el 21 de diciembre.

El independen­tismo debe reparar su error ayudando a que la participac­ión a las elecciones sea completa. No debe renunciar a sus objetivos. Bastará con que acepte enmendar su aventura implicándo­se en las elecciones. Que hablen las urnas. Unas urnas que, alejando la división, permitirán la convergenc­ia apaciguada y natural de todos los actores políticos.

Sea cual sea el resultado, la tensión principal estará resuelta. De acuerdo con el resultado de las urnas, Catalunya entrará en una nueva fase en la que, escarmenta­dos todos por el estropicio, descubrirá­n inevitable­mente que no hay problema político que no pueda resolverse con el diálogo, es decir, con la palabra y la mutua concesión.

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