La Vanguardia

Crónica sevillana

- JOAN DE SAGARRA

El sábado, 10 de junio, poco después del mediodía, me hallaba yo en la terraza de El Buzo, en el corazón del Arenal sevillano, tomándome unos finos con un platillo de chocos y unos pescaditos fritos. ¡37 grados a la sombra! Y yo sin enterarme, sin una gotita de sudor, feliz como un gato trianero, repantigad­o en mi silloncito de mimbre y hojeando el ABC .En la portada, un gran titular: ‘Maragall cree que nacer en Córdoba aparta a Montilla de la Generalita­t’. Toma castaña. “Pues Finito de Córdoba parece ser que es hijo de Sabadell, vamos, digo yo”, me soltó el camarero con una de esas carcajadas desinhibid­as que tienen algo de filosófica­s ( del Séneca pemaniano) y un tilín de viejo banderille­ro cachondo y puñetero” (La terraza. La Vanguardia, 18 de junio de 2006).

Hay ciudades que le atrapan a uno, que una vez las has descubiert­o las llevas siempre “dans la peau”, en la piel, donde uno regresa inexorable­mente año tras año. Sevilla es, para mí, una de esas ciudades. ¿Qué tiene Sevilla? Pues, la verdad, no sabría explicarlo. María Jesús, mi mujer (e.p.d.), solía decirme: “Hay que ver lo contento que te pones cuando cruzas el puente de Triana, camino de Casa Cuesta, a tomarte tu salmorejo y beberte tu botellita de manzanilla mientras aguardas a que salga El Cachorro”. Y es cierto. ¿Será por el río?. No lo sé. Sólo sé que en Sevilla, y muy especialme­nte en Triana, me siento como en mi casa. Podría ser que esa sensación tenga un origen genético, porque en más de una ocasión le había oído decir a mi padre, que siempre fue un enamorado de Sevilla, donde solía frecuentar una peña de amigos toreros y poetas, que, de haber sido un industrial catalán, se hubiese retirado a vivir sus últimos años en Sevilla.

A Sevilla suelo ir, como mínimo, una vez al año, casi siempre por Semana Santa. La vez que estuve más tiempo fue en 1992, por la Expo, en que me tocó cubrir (para El País ) un festival internacio­nal de teatro –Bergman, Strehler, La Comédie, el National Theatre, La Cuadra de Sevilla…– que montaron en el Lope de Vega. Entonces me alojé en un hotel donde un fin de semana coincidí con el presidente Pujol y su señora. El barman del hotel, un sevillano que había trabajado largas temporadas en Brighton, al verme conversand­o con la señora Ferrusola, me preguntó: “¿Conoce usted al presidente Pujol?”. “Un poquito, le dije, es mi presidente”. Y entonces el barman se deshizo en elogios del muy honorable Jordi Pujol y me contó la suerte que teníamos los catalanes de tener como presidente a un político de su talla. Y lo que decía el barman te lo repetían los taxistas y los camareros, los limpiabota­s y la señora que vendía décimos de la lotería.

En aquel mes de junio del 2006, después de aquel titular del ABC en el que el presidente Maragall se pronunciab­a sobre los orígenes del ministro Montilla, lo mejor que podía hacer un catalán, un barcelonés del Eixample en Sevilla, por muy gato trianero que se sintiese, era beberse su fino y sonreír –aunque fuese con la sonrisa del conejo– la gracia del viejo banderille­ro cachondo y puñetero, y mantener la boca cerrada. Por mucho Barça, por mucho Ronaldinho –se veían muchas camisetas con el número 10 por las calles de Sevilla, llenas de turistas–, por mucha Champions que ustedes quieran; lo cierto es que aquel sábado, 10 de junio del 2006, en Sevilla, nadie hubiese dado un duro, ni que fuese sevillano, por un pobrecito catalán.

Y si eso ocurría, once años atrás, imagínense la cara que debía poner yo el viernes (3 de noviembre ) mientras contemplab­a las portadas de la prensa nacional en el hall del hotel Bécquer: el exvicepres­idente Oriol Junqueras y ocho consellers del Govern, en la cárcel; el expresiden­te Carles Puigdemont y cuatro consellers más huidos a Bruselas, con petición fiscal de busca y captura; y la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y cinco miembros más de la Mesa del Parlament investigad­os y bajo vigilancia policial. Amén de los dos Jordis, encarcelad­os el pasado 16 de octubre. El conserje del Bécquer, mi hotel sevillano de toda la vida, el barman, el camarero que me sube el desayuno, la mujer de la limpieza, todos me trataban con un cariño, con una simpatía fuera de lo habitual, com si viesen en mí a un pobre anciano al que acaba de ocurrirle una desgracia irreparabl­e. Y algo parecido me ocurrió con el limpiabota­s de El Cairo y en la barra de La Moneda (ah!, las ortiguilla­s de Chipiona y la tortillita de camarón de La Moneda!), y en Casa Robles, donde fui a almorzar con mi viejo amigo Salvador Távora, Creu de Sant Jordi de la Generalita­t por su espectácul­o Identidade­s, un homenaje a Lluís Companys y Blas Infante. En una Sevilla infestada de turistas y camisetas del Barça en las que aquella con el número 10 de Ronaldinho luce hoy el divino nombre de Messi,

Hay ciudades que le atrapan a uno, que una vez las has descubiert­o las llevas siempre “dans la peau”, en la piel

unos turistas ajenos al drama que vive hoy Catalunya y España.

Sevilla ha cambiado desde aquel mes de junio del 2006 en que me tomaba mis finos en El Buzo, cuando Maragall le ponía reparos a Montilla para hacerse con la Generalita­t. Prueba de ello es que El Buzo ya no existe. También ha desapareci­do otro de los lugares más emblemátic­os de Sevilla: la terraza de La Campana, la pastelería más célebre de Sevilla. La han trasladado a un sórdido callejón de la calle Síerpes, frente a una fachada con un rostro gigantesco de Cervantes y en la que puede leerse: “Enjoy shooping on the streets where Cervantes made history”. Diez mesitas sin sombrillas. El camarero tarda una eternidad en hacer acto de presencia. Pido un Jameson (7 euros). Al primer sorbo, una paloma se me caga en el vaso. Sí, Sevilla, mi Sevilla está cambiando.

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DIANA MAYFIELD / GETTY Una típìca calle del barrio sevillano de Triana
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