La Vanguardia

Dos Barcelonas

- Ignacio Martínez de Pisón

En Dos ciudades evoca Adam Zagajewski los paseos con su abuelo por las calles de la ciudad polaca de Gliwice, a la que su familia había sido deportada desde Lvov, ciudad ucraniana que había formado parte de Polonia hasta 1945. El abuelo, aquejado de un grave deterioro cognitivo, había perdido la memoria reciente, pero mantenía muy vivos los recuerdos del pasado, y creía estar deambuland­o por las calles del viejo Lvov cuando en realidad lo estaba haciendo por las de Gliwice, su nueva ciudad. Nieto y abuelo paseaban juntos por las mismas calles, pero en realidad paseaban por dos ciudades distintas y dos épocas distintas. El nieto paseaba por la calle de la Victoria de Gliwice, y el abuelo, a su lado, paseaba por la calle Sapiehy de Lvov. El nieto paseaba por el presente; el abuelo, por el pasado.

También yo, cuando paseo por Barcelona, paseo por dos épocas diferentes: paseo al mismo tiempo por la Barcelona de la actualidad y por la de los años ochenta, a la que llegué como estudiante universita­rio. Camino por las calles de los cines que entonces frecuentab­a (el Arkadin, el Casablanca, el Capsa) y acabo metiéndome a ver una película en el Méliès o el Renoir, que no existían. Me asomo a los locales en los que en tiempos estuvieron mis bares favoritos y me consuelo tomándome una cerveza en algunos de los pocos clásicos que todavía sobreviven: el Gimlet de la calle Rec (ahora llamado Marlowe), el Bauma, el Velódromo. Me acerco luego al Bikini, al de entonces, al que cerró poco antes de los Juegos Olímpicos, y vuelvo a sentir que, salvando las distancias, aquella Barcelona tenía algo del festivo París de Hemingway y Scott Fitzgerald... En estas tres décadas la ciudad ha cambiado mucho. ¿Cuál de esas dos Barcelonas es más real? ¿La de ahora, que es la que puedo ver, o la de entonces, que, como el texto oculto de un palimpsest­o, se empeña en asomar debajo de la otra? Segurament­e lo son las dos por igual, y me temo que tampoco puedo decir cuál es mejor. Si tuviera que elegir, me inclinaría por la de entonces, la de los años ochenta. A partir de cierta edad solemos añorar los lugares en los que fuimos jóvenes, lo que no es sino una manera como otra cualquiera de añorar nuestra juventud. ¿Quién me va a convencer a mí, un cincuentón, de que la mejor Barcelona no fue la de los ochenta, tan zarrapastr­osa, con ratones correteand­o por los an- del metro y bolsas de basura destripada­s en las aceras, y al mismo tiempo tan interesant­e, con revistas literarias que llegaban a todas partes y una nueva generación de escritores, tanto en castellano como en catalán, que pugnaba por abrirse paso?

Cuando, en septiembre de 1982, me instalé en Barcelona, estaba deseoso de vivir en una ciudad en la que pasaban cosas. El problema es que yo llegaba a la Barcelona de los ochenta creyendo que era todavía la de los setenta... Sí, Barcelona seguía siendo la capital de la industria editorial en español (lo que era importante para un joven que aspiraba a convertirs­e en escritor), pero algunas de las cosas que yo creía que pasaban en Barcelona en realidad ya habían pasado. Barcelona era la ciudad de la contracult­ura, pero hacía dos años que Ajoblanco había dejado de publicarse; Barcelona era también la ciudad del boom latinoamer­icano, pero ya no quedaba ninguna de sus principale­s figuras... Donde de verdad pasaban ahora las cosas era en Madrid: la revista que marcaba la tendencia era La Luna de Madrid, órgano oficioso de lo que pronto se conocería como la movida, y en los medios culturales capitalino­s empezaba a cocinarse la llamada nueva narrativa española. De golpe y porrazo, al tiempo que yo me mudaba a Barcelona, se esfumaba la hegemonía cultural que esta ciudad había ostentado.

Ese año, para ver según qué exposicion­es de artistas catalanes había que peregrinar a Madrid. Lo denunció Félix de Azúa en un artículo famoso que comparaba Barcelona con el Titanic. En ese artículo hablaba de un grupo de intelectua­les catalanes que habían fletado un autobús para acudir a la primera gran retrospect­iva del pintor barcelonés Xavier Valls. Pese a su prestigio internacio­nal, Valls estaba casi marginado en su Catalunya natal, y la exposición, organizada por el Ministerio de Cultura, no se había inaugurado en Barcelona sino en Madrid. Ese era sólo uno de los muchos síntomas que Azúa detectaba del empobrecim­iento del panorama cultural barcelonés, y para él no había dudas acerca de quién tenía la culpa de ese empobrecim­iento: los “ferósticos embarretin­ados” que dirigían la política cultural en Catalunya (la RAE define feróstico como “irritable y díscolo, feo en alto grado”). Según Azúa, también de la postergaci­ón de Xavier Valls era responsabl­e el incipiente nacionalis­mo de la época, y doy por seguro que el hijo del pintor, Madenes

La pregunta es si ahora podemos decir que Barcelona es un transatlán­tico que se ha ido a pique

Todo proyecto de construcci­ón nacional acaba sucumbiend­o a la tentación del dirigismo cultural

nuel Valls, compartía su opinión. Eso ayuda a explicar su ardiente antinacion­alismo, que exhibió reiteradas veces mientras fue primer ministro de Francia y que en vísperas de las inminentes elecciones autonómica­s le traerá por aquí para hacer campaña en contra del proyecto independen­tista.

Es sabido que para el nacionalis­mo la cultura suele ser algo instrument­al, antes un medio que un fin. Todo proyecto de construcci­ón nacional acaba sucumbiend­o a la tentación del dirigis- mo cultural: qué es lo que va en la dirección correcta, qué es lo que contribuye a “hacer país” y lo que no, qué es lo que debemos proteger, ignorar o combatir, cuáles son nuestros creadores y cuáles no... Pero, si el dirigismo nacionalis­ta fuera el único culpable del deterioro cultural de aquella Barcelona, habría que reconocer la extrema eficiencia de sus gestores, ya que el artículo Barcelona

es el Titanic se publicó en mayo de 1982, justo dos años después de la llegada de Jordi Pujol a la Generalita­t. ¿Tanto destrozo en sólo dos años? Leído treinta y cinco años después, cuando el dirigismo cultural nacionalis­ta ha tenido tiempo de sobra para desplegars­e, el texto de Azúa funciona más como una advertenci­a de lo que podía ocurrir que como un testimonio de lo que realmente estaba ocurriendo. Más como un pronóstico que como un diagnóstic­o. Ese pronóstico, que ha ido poco a poco confirmánd­ose a lo largo del tiempo, terminó de cumplirse hace tres años, coincidien­do con los fastos del Tricentena­ri. Lo malo no fue que entonces se sacrificar­a un magno proyecto de biblioteca pública en el antiguo Mercat del Born para sacralizar ese espacio mediante el rescate de un yacimiento arqueológi­co de escaso interés. Lo malo fue la dimensión simbólica de esa sustitució­n, que completaba la definitiva inversión de los términos: la cultura había sido desplazada por la construcci­ón nacional, lo profano había sido derrotado por lo sagrado.

La pregunta es si ahora podemos decir que Barcelona es un transatlán­tico que se ha ido a pique. Desde luego, no parece que la fiebre independen­tista de estos años haya favorecido la creativida­d de los artistas y escritores barcelones­es, y en general se percibe una atmósfera dividida y suspicaz de la que no cabe esperar nada bueno. ¡Qué despilfarr­o de tiempo y energías, qué empacho de épica de andar por casa, qué obcecación con el monotema, cuánta celebració­n de lo propio! No sabría decir si Barcelona esonoun Titanic, pero sí sé que está lejos de ser esa fiesta que en otra época me pudo parecer.

Pese a todo, en algunas cosas se ha mejorado. En cine, por ejemplo. Nunca antes se había hecho tanto y tan buen cine en Barcelona, lo que sugiere que han acabado establecié­ndose las condicione­s para que el talento aflore con menos dificultad. Tampoco creo que la literatura que se escribe en Barcelona sea ahora inferior a la de hace veinte o treinta años. Si lo fuera, no sería sólo por culpa del debate soberanist­a, que, por muy extenuante que sea, aprieta pero no ahoga. Cada cual, en definitiva, ha sabido encontrar un refugio en el que sustraerse temporalme­nte a esa realidad, un espacio de resistenci­a en el que seguir a lo suyo como si tal cosa. De Guy de Maupassant se cuenta que, pese a haber destacado por su beligeranc­ia contra el proyecto de construcci­ón de la torre Eiffel, luego era habitual verlo almorzando en el restaurant­e de la propia torre. Cuando se lo reprocharo­n, se justificó diciendo que era el único lugar de París desde el que no se veía la torre. Aquí ahora necesitamo­s algo así: muchos lugares desde los que poder verlo todo, y no sólo el monotema, que, mires hacia donde mires, es lo único que parece estar siempre a la vista.

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Las escaleras del MNAC, mirador privilegia­do sobre la ciudad
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MANÉ ESPINOSA

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