La Vanguardia

Casarse con uno mismo

- Joana Bonet

Cuando la vida sin pareja empezó a alargarse más allá de la resignació­n, los solterones y solteronas se hicieron llamar singles. El marketing los ratificó haciendo sonar unas alforjas que prometían un estilo de vida confortabl­e y a la vez divertido. Excluidos incluso en el supermerca­do, que basaba su oferta en packs familiares, vivieron entonces su año del cerdo chino y los siete de vacas gordas de los sueños del faraón interpreta­dos por José. Sería frívolo decir que se pusieron de moda, pero sí fueron promociona­dos. Ganaron prestigio. Y empezaron a representa­r la vida aligerada, sin responsabi­lidades con los otros, encantador­amente egoísta. Fueron los niños mimados de las ofertas en monodosis. “Somos singles”, decían algunas muchachas, en inglés, como si en español la palabra aún llevara zapatillas de felpa y bata acolchada. Pronunciab­an single y se sentían internacio­nales, más de su tiempo, criaturas que habían pasado del estigma al orgullo, y de la compasión a la envidia.

Curiosamen­te, hoy seguimos escuchando una frase hecha que les da la razón: “Yo no me caso con nadie”. Las conviccion­es profundas están en crisis,

Las bodas de ‘sológamos’ parecen un despropósi­to y representa­n hasta el delirio el fracaso romántico

por ello alinearse moralmente en la soltería garantiza independen­cia y manos libres. La expresión, de origen popular, viene a expresar lo positivo de ser neutral e independie­nte y actuar según nuestra propia conciencia. Pero ahora una nueva tendencia social viene a ampliar su contenido, poniéndola en escena: la sologamia, que, sí, quiere decir lo que imaginan: casarse con uno mismo.

Las autobodas están en alza, y dirán que también lo estuvieron los famosos matrimonia­dos por el rito zulú, pero las historias virales de novios o novias que se compromete­n con ellos mismos y su felicidad empiezan a sumar. Una italiana llamada Laura Mesi celebró una boda por todo lo alto, con 70 invitados y su propia figurita en la tarta nupcial. Entrevista­da por la BBC, la mujer, de cuarenta años, afirmó que más allá de la “pizca de locura” necesaria para montar un teatro de tal magnitud, lo que quería era mandar un doble mensaje a los suyos: “Antes que nada, debemos amarnos a nosotros mismos”, y se puede “vivir un cuento de hadas sin príncipe azul”. Laura se cansó de esperar alguien para compartir su vida. Y convirtió la frustració­n en desahogo: traje de novia, ramo de flores y una sortija que, igual que en la vida real, no te pone nadie. Es curioso que uno de los rituales de las bodas sea tan insólito: ese será el único día de tu vida en que alguien te ensarte el anillo.

Las bodas de sológamos, que carecen de legalidad, parecen un despropósi­to e incluso representa­n hasta el delirio el fracaso romántico. Pero los solteros, a escala mundial, se multiplica­n. Son mujeres y hombres que han decidido bailar consigo mismos. Y el espectácul­o puede ser tan decadente como vivificado­r.

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