La Vanguardia

Concordia y libertad

- Josep Miró i Ardèvol

Concordia, bella palabra a la que Cambó dedica un libro en 1927, en uno de los tantos momentos difíciles del país, que en el pasado han sido regla más que excepción. Creo, y no soy el único, que hay que volver a verter todas nuestras energías en reavivar la concordia. Y hacerlo desde ahora, a pesar de las desmesurad­as cargas policiales y los encarcelam­ientos, que por su desproporc­ión transforma­n la justicia en represión. Hace falta que sea desde ahora, porque la concordia es un árbol de crecimient­o lento y difícil, y nadie juicioso retrasa empezar lo que progresa despacio.

La concordia no es equidistan­cia, ni renuncia a las propias conviccion­es. Es esa cualidad del corazón necesaria para vivir en paz y acuerdo. Es la traducción más exacta del concepto aristotéli­co de amistad civil, la armonía entre contrapues­tos que comparten –desde la diferencia– la voluntad de hacer un país –la polis– mejor.

La concordia no puede nacer desencarna­da de la realidad concreta, y en nuestro caso eso pide que el Estado utilice sus capacidade­s jurídicas para liberar a los catalanes encarcelad­os. Y haría bien la parte española del conflicto en leer y meditar el texto citado de Cambó Por la concordia: “Desde 1898 –y creo que se queda corto– el problema catalán fue una preocupaci­ón constante de todos los gobernante­s a cuyo alrededor gira toda la política de España”. También en el franquismo, que como antes Primo de Rivera, se pensaba que había resuelto para siempre “El problema”. Es una confrontac­ión que viene de antiguo, y se exacerba –otra vez Cambó– en manos del asimilismo y el separatism­o, y que ha disfrutado de una larga y fructífera excepción. La que arranca en 1977 con la transición, y se extiende hasta hace pocos años. Más de tres décadas de concordia y por lo tanto de bienestar. Sólo la ignorancia o la alienación pueden negarlo.

Cambó también apuntaba otra realidad, que la desmemoria española descuida: los cambios de régimen siempre han tenido Catalunya como origen, inmediatos o mediatos. Este país pesa demasiado en la realidad española para pensar que la solución es pasarle por encima o ignorar sus agravios. Del mismo modo que España pesa demasiado en Catalunya para creer posible separarnos sin costes y grandes sufrimient­os, que no guardan proporción en cómo diferirían nuestras vidas cotidianas alcanzando un Estado, más o menos independie­nte, con relación a la profundiza­ción constituci­onal del autogobier­no.

La concordia es una exigencia: de la moral secular o de Dios. Elija. Es el imperativo categórico de Kant, base de toda la ética moderna, que hace referencia a cualquier proposició­n que declara una acción o inacción como necesaria. Y la concordia lo es. ¿Quién puede negarlo? La proposició­n más conocida, pero ni mucho menos única, es la que sostiene que

Llevamos cinco años con una Generalita­t mal gobernada porque ‘el conflicto’ se lleva las energías de los gobernante­s

hay que obrar de modo que se utilice la humanidad, tanto en la propia persona como en la persona de cualquier otro, como fin y nunca como medio. Su corolario exige tratar a los demás como tú querrías ser tratado. Para los cristianos son bienaventu­rados de Jesucristo los que trabajan por la paz porque son hijos de Dios (Matías 5, 9), “y no se amoldan a las antiguas pasiones de cuando vivían en la ignorancia (de Jesucristo)... porque habéis sido liberados (por Él) de la manera absurda de vivir que habíais heredado de vuestros padres” (1 Pedro 1, 14; 18). Un cristiano no puede vivir instalado en el rencor, el agravio y “el tú más”.

Promover la concordia es también una exigencia práctica. ¿Acaso no seguiremos viviendo, trabajando juntos, compartien­do amigos y familia? Pues si es así, sólo hay una opción: o vivir fastidiado­s, resentidos los unos con los otros y por lo tanto infelices, ulsterizan­do nuestros sentimient­os y concien- cias, o bien aceptarnos en la diferencia construyen­do la concordia. No hace falta que ame al otro –si se es cristiano, claro que hace falta–, es suficiente que lo escuche, lo respete y me ponga en su piel. No se trata de sentimient­os sino de deberes, una práctica difícil –lo reconozco– en esta sociedad desvincula­da por las pasiones.

Y aún hay otra razón práctica. Llevamos casi cinco años con una Generalita­t poco o mal gobernada, porque el conflicto se lleva todas las energías y lucidez de los gobernante­s. Es un despilfarr­o inmenso, grandioso, porque la Generalita­t es una máquina colosal que gasta cada día, uno tras otro, 87,5 millones de euros. Es fundamenta­l hacerlo con eficiencia. ¿Por qué quieren la independen­cia unos? Para hacer un país mejor. ¿Y por qué quieren permanecer como autogobier­no los otros? Para mejorar el país. ¡Nadie de aquí (o casi) tiene como fin dañar a los catalanes! ¿Y en el marco de esta concordanc­ia no es evidente que podemos construir concordias prácticas para mejorar la vida de todos juntos desde ahora mismo?

La Guardia cívica de Amsterdam celebra la paz de Münster, pintura de 1648 de Bartholome­us van der Helst expuesta en el Rijksmuseu­m

Catalunya pesa demasiado en la realidad española para pensar que la solución es pasarle por encima

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