La Vanguardia

El día de la librería Sagitari

- EL RUNRÚN Màrius Serra

El pasado viernes fue el día de las Librerías. Mal asunto, cuando te tienen que dedicar un día al año. Señal que los otros 364 pasas apuros. Más allá de los descuentos, el día sirvió para que se estrenase La librería, de Isabel Coixet, y para que las redes sociales se llenasen de etiquetas bienintenc­ionadas sobre librerías. Pero en mi barrio, junto al mercado, la persiana de una librería amaneció con una pintada de “Viva España” junto a dos símbolos tan inequívoco­s como la cruz gamada y la mira del fusil. Por si fuera poco, en los márgenes verticales del vestíbulo, dos palabras heladoras: judío y negro. La banalizaci­ón generaliza­da de los apelativos relacionad­os con el fascismo hace que toda prevención sobre el uso del vocablo sea poca, pero en el caso de esta pintada, fascista me parece un calificati­vo ajustado. La librería Sagitari del pasaje de Vila i Rosell es una de las dos buenas librerías que tenemos en el barrio de Horta (la otra está en la plaza Eivissa). La regenta gente muy discreta, dos hermanos y sus parejas que también llevan una papelería en la misma calle. La Sagitari es un local estrecho y profundo, con dos niveles que siempre me remiten a la musical palabra que en inglés designa al entresuelo: mezzanine. Básicament­e porque, tras un escaparate repleto de libros, el recibidor de la Sagitari se bifurca en una planta semisubter­ránea y un semialtill­o. Tienen de todo, cantidad y calidad. No organizan presentaci­ones, pero todos los lectores del barrio la conocen y la visitan. Y más ahora, que lo hacen para mostrar su apoyo. Cómprenles libros, que son un antídoto eficaz contra el fanatismo.

La obsesión de los fascistas contra las librerías es remarcable. Ahora se habla mucho del régimen del 78 y de aquellos primeros años de la transición, que en realidad tal vez deberíamos llamar la transacció­n. Pero ya hacía años que todo estaba atado y bien atado cuando la madrugada del 14 de julio de 1986 un grupo de extrema derecha atacó con cócteles molotov la librería Maga de la calle Amèrica, en el Guinardó, regentada por un librero catalanist­a. Que estuviera a cincuenta metros de una comisaría de la Policía Nacional no la protegió de nada. Al contrario. Como yo era cliente (siempre tuve el vicio de frecuentar librerías, biblioteca­s y bares), acabé participan­do en un libro que destinaba los derechos de autor a Gaspar Aguayo, el librero damnificad­o por el fuego fascista. Recuerdo que mi narración se llamaba “Ensurts absurds” porque fue el primer texto literario que publiqué en mi vida, una de las narracione­s del volumen Crema de Maga (Laia, 1987). Yo sólo tenía veintitrés años y me intimidaba publicar junto a autores consolidad­os como Joan Brossa, Pep Albanell, Joaquim Carbó, Maria-Antònia Oliver o Jaume Fuster. Ahora tengo cincuenta y cuatro y no pienso dejarme intimidar por los fascistas que pululan por el barrio.

El día de las Librerías apareció una pintada fascista en la persiana de una librería de mi barrio de Horta

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