La Vanguardia

La niña que ya podía cantar

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Es este uno de esos casos que hacen picadillo todo el lenguaje políticame­nte correcto. Mientras intentamos asimilar la pena y vencer la rabia y la perplejida­d, sólo somos capaces de escupir directamen­te desde lo más hondo de las tripas un abrupto y sonoro “¡cabronazo!”.

Al cierre de este artículo, poco se sabía del atroz asesinato del padre de Alzira. Apenas: que había degollado a su hija de dos años sin que le temblara la mano, o no, y que luego, puede que lleno de culpa, o no, había saltado por la ventana en un intento por quitarse la vida. Resultaba inevitable buscar paralelism­os con un asesinato reciente, de junio, cuando otro padre asfixiaba hasta la muerte a su bebé de ocho meses con el único propósito de castigar a la que era su pareja y madre del pequeño. Aquel crimen sucedió en Arcos de la Frontera, y se sumaba a las estadístic­as oficiales de niños muertos por la violencia de género –lean despacio: violencia machista– y que hasta junio ya ascendían a seis en toda España. Veintiocho desde el 2013.

Hasta ese año, el 2013, en este país no se consideró a los hijos como víctimas de violencia de género. Habrá que ver cuánto tardamos ahora en hacer que las madres de esos niños muertos puedan tener también tal considerac­ión de víctimas, según se previó en el pacto de Estado firmado en septiembre y que todavía sigue sin presupuest­o.

No se me ocurre peor dolor que el de la pérdida de un hijo, y peor aún si es infligido por alguien a quien has amado. Saber que te será imposible empezar el día. La pequeña de Alzira ya podía decir “mío, mío”, cantar canciones cortas enteras, reconocer colores básicos y quizá contar hasta diez. Incluso decir el nombre de su padre.

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