El arte de la diplomacia
Donald Trump siempre ha presumido de no ser un hombre político y menos aún un diplomático. Los códigos de la diplomacia, basada en una educada hipocresía –elemental para fluidificar las relaciones internacionales–, le son completamente ajenos. Lo suyo es hablar con franqueza. El problema es que muchas veces lo confunde con hablar en plan barriobajero. Su gira por Asia ya ofreció los primeros tropiezos en Japón, cuando con su desenfado habitual le tocó amigablemente el brazo al emperador Akihito –algo completamente prohibido– y lanzó sin miramientos todo el pienso destinado a unas carpas en lo que debía ser un delicado ritual. Y el domingo intercambió puyas por Twitter –su modo de expresión preferido– con el líder de Corea del Norte, Kim Jong Un, llamándole “bajo y gordo” porque Pyongyang le había llamado antes “viejo lunático”. En el encuentro de ayer con el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, que en su día llamó “hijo de puta” a Obama, acabaron sin embargo imponiéndose la diplomacia y las buenas palabras.