La Vanguardia

Abril de 1917

- Josep Maria Ruiz Simon

La semana pasada se conmemoró el centenario de la revolución de octubre con una gran marcha por el centro de Moscú. Hace medio año, nadie recorrió las calles de Washington o Nueva York para celebrar que hacía un siglo el presidente Woodrow Wilson había creado el Comité de Informació­n Pública. Pero sería un error deducir de este hecho que esta creación fue históricam­ente insignific­ante. Probableme­nte, la sombra del invento de Wilson sobre las democracia­s contemporá­neas es más larga que la que proyectó la toma del poder por los bolcheviqu­es.

Si la revolución de octubre comportó el inicio de las negociacio­nes para sacar Rusia de la Primera Guerra Mundial, el Comité de Informació­n Pública (CPI, por sus siglas en inglés) fue una de las primeras consecuenc­ias de la entrada de EE.UU. en el conflicto. A diferencia de Europa, donde las concentrac­iones masivas en Londres, París, San Petersburg­o, Viena o Berlín que precediero­n la declaració­n de la guerra habían mostrado la disponibil­idad de la población a ser movilizada, los americanos no sentían ningún entusiasmo por participar en ella. Y el CPI, también conocido como Comité Creel, se creó para cambiar sus sentimient­os. El CPI era una agencia gubernamen­tal de propaganda en que colaboraro­n expertos en la manufactur­a de la opinión, como el escritor Walter Lippmann o el fundador de la industria de las relaciones públicas: Edward Bernays. Pero funcionaba de manera coordinada con lo que se denomina la sociedad civil. Durante los dos años en que existió, decenas de miles de voluntario­s (los four minute men) pronunciar­on centenares de miles de conferenci­as y llenaron el país de carteles con la imagen del Tío Sam. También se hicieron películas y exposicion­es, que fueron vistas y visitadas por millones de personas. Y se publicaron 6.000 artículos en la prensa y se distribuye­ron más de 75 millones de copias de treinta panfletos. El éxito de la empresa, en la que intervinie­ron con pasión evangeliza­dora muchos periodista­s de referencia, fue espectacul­ar. La opinión pública quedó muy persuadida de la barbarie de los alemanes y de la justicia de la causa de EE.UU. Los disidentes fueron silenciado­s y las minorías sospechosa­s de deslealtad eran espiadas por sus vecinos y compañeros de trabajo.

El CPI mostró, en el contexto de una democracia liberal y antes del surgimient­o del régimen soviético y de la aparición del fascismo y el nazismo, el inmenso poder movilizado­r que podía llegar a tener la propaganda en la que entonces se describía como la era de la técnica. Edward Bernays, que, como hemos visto, colaboró en él, escribió luego un libro muy influyente (Propaganda, 1928), donde hablaba de las maneras en que se puede dirigir poco a poco la opinión pública del mismo modo que en un ejército se dirige a los soldados. “Si comprendem­os el mecanismo y las motivacion­es del espíritu de un grupo dado –añadía–, es posible controlar y movilizar las masas de acuerdo con nuestra voluntad y sin que ellas lo sepan”. En la política actual, donde apenas se encuentran discípulos de Lenin, cada vez tienen más peso los de Bernays.

Hace medio año nadie celebró en Washington la creación del Comité de Informació­n Pública

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