La Vanguardia

“Creí que había empezado la guerra”

Las tiendas de campaña son el objeto más deseado en el devastado Kurdistán iraní; nadie quiere dormir bajo cemento

- CATALINA GÓMEZ ÁNGEL Bozmir Abad Servicio especial

Junto a las ruinas de lo que fue la casa familiar, y sobre una gran alfombra persa de fondo rojo, un grupo de mujeres llora alrededor de la foto de una joven vestida de novia. Es Golzar, una de las siete hijas, casada hace dos años y que falleció junto a su hija de tres meses. Su hermana Leili, de 20 años, completa el trío de las mujeres muertas la noche del domingo cuando el terremoto derrumbó la vivienda ubicada al pie de la carretera que lleva a lo alto de la montaña fronteriza con Irak.

“Mis piernas quedaron atrapadas y me salvé porque pude levantar las manos y proteger mi cabeza”, explica Parvin, entre el grupo que vela a las mujeres. Los vecinos la sacaron de los escombros horas después, al igual que a su madre y otra hermana. Tiene algunas heridas en el rostro. No deja de llorar. “Nuestra vida se destruyó y ni siquiera sabemos si mi madre podrá salvarse”, dice.

La mujer mayor, con tatuajes en manos y cara, reposa bajo una tienda de campaña. Tiene las piernas heridas pero en el hospital la devolviero­n a casa bajo el argumento de que no pueden hacer nada. Permanece

tirada en el suelo, pálida y silenciosa. El drama de esta familia es sólo uno de las tantas historias que se escuchan en Bozmir Abad, una población kurda de 1.250 habitantes, de difícil acceso, especialme­nte desde que un sector de la carretera quedó dañado por el sismo.

En este villorrio, ubicado junto a

una fortificac­ión de la guerra con Irak en los años 80, decenas de viviendas se derrumbaro­n. En la tierra se ven las grietas que dejó el terremoto. “Esto tiene que haber sido mucho más fuerte de 7,3. Pensamos incluso que había empezado la guerra”, dice Kosrow, que se acerca para contar que su esposa murió y que los doctores no salvaron al hijo que llevaba en su vientre. “Le faltaban cuatro días para nacer. Yo sentía que se movía cuando rescatamos el cuerpo de mi esposa”. En su familia murieron nueve personas.

Las casas cayeron en segundos. La mismo sucedió en decenas de pequeñas poblacione­s en las laderas de los montes Zagros y donde las tiendas son parte del paisaje. Todos quieren una, no importa si sus casas quedaron en buen estado. Nadie quiere correr el riesgo de dormir bajo cemento, aunque las noches heladas hagan imposible el sueño.

“Nos ha ido llegando la ayuda lentamente. Ya tenemos cobijo, comida y agua, pero no hay suficiente­s tiendas, ni nos ayudan a protegerno­s del frío”, dice Mahmud. A la ayuda humanitari­a que distribuye­n las fuerzas iraníes y la Media Luna Roja, que ha desplegado hospitales móviles, se sumaban ayer cientos de coches de civiles que colapsaron las carreteras aledañas. Algunos venían de otras zonas kurdas y otros de ciudades como Teherán o Isfahán. La mayoría iban cargados con bultos y otros sólo se acercaban con la ilusión de visitar a sus familiares. El tráfico era tal que las autoridade­s tuvieron que limitar el acceso de Sarpol-e Zahab, una población de unos 50.000 habitantes y la más afectada por el terremoto. Miles de personas han levantado sus carpas en parques o donde haya un espacio libre. “No sé por qué suspendier­on el rescate. Ayer un vecino fue a su casa a buscar las joyas y encontró un cuerpo bajo los escombros”, cuenta Mohsen, funcionari­o del departamen­to de Salud local, que insistía que lo que más necesitaba la gente eran carpas y medicinas.

“Me salvé porque pude proteger mi cabeza con las manos”, dice Parvin, que ha perdido dos hermanas y una sobrina

“No sé qué hacer con mi niño, tiene mucha fiebre”, susurraba una mujer que cargaba un niño pequeño en sus brazos. En su mano llevaba una bolsa con medicinas, pero para ella no era suficiente. Quería que el niño tuviera mejor atención, pero las colas en el hospital eran considerab­les. Y los enfermos no son pocos. Se teme que las enfermedad­es se hagan más crónicas a medida que pasen los días y el frío sea peor. “Mi casa está destruida, no tengo nada”, repetía Zahra, que no paraba de llorar mientras los voluntario­s trataban de buscar una solución.

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ATTA KENARE / AFP Una familia iraní junto a los escombros de su casa en la aldea de Kuik
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